Por Arturo Sulca Muñoz

 

Resumen: En este ensayo exploro algunos planteamientos para repensar la relación entre vida y relato, mundo y narrativa, identidad y narración. Por un lado, me interesa ir más allá de la epistemología naturalizada (que se ha convertido en moneda común en las ciencias cognitivas hoy en día) según la cual la vida no puede sostenerse en artefactos culturales. Pero, por otro lado, me aparto de cierto sentido común ‘posestructuralista’ (imperante en los estudios culturales) según el cual mundo y representación coinciden íntegramente. Por el contrario, mi opción para responder al título de mi texto será la de la paradoja.

 

Hace un par de años, en una conversación en el bus, Marcelo -mi hijo de ocho años- me dijo: “Papi, ¿y si el mundo fuera un cuento?” No fue la primera vez que me lo decía, pero en esta ocasión agregó nuevas ideas a su reflexión. No solo me manifestaba su conmoción ante no saber quién pudiera hacer las veces de narrador en ese infinito cuento que podía ser la vida para él en ese momento, sino que me comentaba que de pronto cada cosa en el mundo pudiera ser quizá algo distinto de lo que solemos creer. Por ejemplo, me explicaba que quizás los buses puedan ser de cartón o las pistas de chocolate. Luego afirmó, con congoja, que este cuento quizás solo acabe cuando llega la muerte. Después de eso, el conmocionado fui yo.

Las interrogantes de Marcelo me llevan a replantearme los vínculos entre vida y relato, mundo y narrativa, problemática crucial en las últimas décadas en la filosofía, los estudios culturales y las ciencias sociales. Paul Ricoeur (1989) ha señalado que eso que denominamos la vida -a falta de mejor palabra- quizás sea un relato en busca de narrador. A veces creemos que ese narrador somos nosotros, pero prontamente eso se devela ilusorio y nos angustia incluso no saber bien cuáles son esas voces narrativas desde las que se enuncia nuestra historia. A veces pueden ser unos otros reconocibles y, en ocasiones, no. Pero no se puede negar la falta de coincidencia entre ese personaje que ‘somos’ y ese narrador que querríamos ‘ser’ y, de resultas del azar, no logramos ‘ser’. Hasta aquí Ricoeur parece coincidir con una de las posibles respuestas a la pregunta de mi hijo: “el mundo sí es un cuento”. No obstante, todo se torna un poco más complejo de lo que suponemos desde nuestro amor por las narraciones.

Sin duda, la vida, el mundo y la identidad están estructurados en buena cuenta como relatos y quizás padecen la misma imposibilidad estructural de toda narración. En algún momento Terry Eagleton (1988) ha sostenido que de pronto la estructura básica de cualquier historia sea la misma: pérdida y recuperación del objeto de deseo. La sucesión de acciones, interacciones y acontecimientos de un relato conlleva la irrupción de la dimensión de la falta en la existencia del personaje. Ese objeto perdido nunca es una entidad clara y distinta, autoevidente para el propio sujeto. La falta y la pérdida son lo que movilizan el deseo a lo largo del tiempo. El deseo no supone la cerrazón del sujeto consigo mismo; antes bien, implica siempre los avatares de los lazos del sí mismo con los otros.

Jacques Lacan (2015) y René Girard (2006 y 1985) ya lo habían advertido: el deseo no es una gratuita insistencia que emerge de nosotros mismos cual individuos aislados; más bien, el deseo es nuestra particular respuesta frente a ese enigma por el lugar que nosotros ocupamos en el deseo del otro. Como lo recuerda Slavoj Zizek (1999), la pregunta del deseo no es tanto quién soy yo o qué deseo yo, sino quién soy yo para el otro, cómo se urde mi deseo frente al deseo del Otro. En otros términos, el deseo es un efecto del devenir del vínculo con el otro, con el discurso, el lenguaje y la cultura, con todas sus vicisitudes. A ese devenir vincular lo llamamos narración, se trate de que se exprese en palabras, sonidos, imágenes, gestos o cualquier tipo de significantes.

En este sentido, la pregunta por la identidad supone las más de las veces la tensión constitutiva de lo narrativo. Esto es, la emergencia de lo otro en la repetición de la cotidianidad, la irrupción de lo inesperado en la serie de lo mismo, el acaecer de lo imprevisible, de aquello que devela tanto el ser como el tener como ficciones primordiales de la existencia. Jonathan Culler (2014) puede complejizar bien los planteos de Ricoeur y de Eagleton: afirma que lo que nos enseñan la mejor literatura y el mejor psicoanálisis es que, de últimas, lo que llamamos “identidad personal” es un fracaso. Vale decir, que nunca coincidimos con ‘nosotros mismos’ (sea lo que fuere esto), que quizás buscamos recuperar aquello que ya siempre faltaba y que, por el contrario, nos habíamos generado la ilusión de su posesión y de su permanencia. Así, los relatos nos confrontan al hecho de que ya nada es como antes, de que nada volverá a ser como había sido, pero que siempre habrá nuevas aperturas y nuevos cierres en nuestra subjetividad.

En este punto, cabe recordar la frase de Friedrich Nietzsche (2008: 222): “[N]o hay hechos; solo interpretaciones”. Lo que presenciamos en un relato, entonces, son las posibilidades e imposibilidades de las interpretaciones para hacer y deshacer el mundo. Si toda narración es también un esfuerzo por interpretar ese mito llamado realidad, es evidente que toda narración implica un deseo de coherencia para producir eso que se pretende que sea el mundo, un esfuerzo por producir estabilidad, orden y unidad. En otras palabras, por medio de ese tipo de interpretación que es la narración, los seres humanos estamos obsesionados, de algún modo, con producir sentido en el trabajo de articular elementos dispersos, originalmente inconexos, bajo cierto semblante de regularidad que se nos presenta como obvio o necesario.

Esto quiere decir que toda narración lidia con un núcleo inherentemente antinarrativo, una tendencia a que ninguna situación o elemento concatene con otro semejante. Tomemos en cuenta aquí que no se trata meramente de pasar de pensar en un sentido unívoco hacia una multiplicidad de sentidos (como se podría creer desde cierta doxa posmoderna). Se trate de uno o muchos, lo narrativo supone un atarse al sentido, a veces de forma desesperada. Algunos de los textos ‘narrativos’ más experimentales en esta línea que pueda haber quizás sean el Finnegans Wake(1939) de James Joyce, Cómo es (1961) de Samuel Beckett, Mulholand Drive (2001) de David Lynch, Para acabar con el juicio de Dios (1948) de Antonin Artaud, La pasión según G.H. (1964) de Clarice Lispector o, inclusive, el flujo verbal más intenso de un anciano con Alzheimer (aunque en este último ejemplo no haya voluntad alguna de experimentar con el estilo). Por más radicalmente antinarrativa que pueda presentarse, toda narración (incluso en los casos antes mencionados) supone un esfuerzo de que el sujeto agente no perezca, esto es, la insistencia en que el intérprete permanezca (se trate del narrador o del personaje). Buscamos inscribirnos como yoes, de algún modo, en aquella regularidad en medio de la dispersión, pero, al mismo tiempo, deseamos–sabiéndolo o no- dispersarnos contra esa regularidad, aunque ello sea un movimiento paradójico. Queremos estar afuera y adentro del relato, y a la vez no queremos estar ni adentro ni afuera de ningún relato, hasta que nos percatamos de que las historias siempre se pueden contar de otra manera, aunque no sepamos cuál. Siempre el abismo hacia lo diferente, la ida a lo radicalmente otro, pero también siempre lo mismo.

Para concluir, quiero recordar una experiencia nietzscheana y pessoana con Fabricio, mi hijo de seis años. Hace un par de años, tras haber acabado de disfrazarse de Hombre Araña, Fabricio me dijo compungido: “Papi, estoy triste”. –“¿Por qué, hijito?”, respondí. –“Porque quiero ser el hombre araña, pero no soy el hombre araña”. A muy temprana edad, Fabricio descubrió el encanto y el desasosiego que la ficción trae a la vida humana: la ficción es ese deseo de ser nosotros mismos siendo otros, pero, a la vez, es aquella imposibilidad de ser uno y de ser otro, esa imposibilidad de ser. Sin haberlo leído, mi segundo hijo estaba experimentando lo que Fernando Pessoa hace un siglo: vivir como “desconocido de sí mismo”, como “plural de nadie”. De repente, este sea un buen punto de partida para repensar la “condición humana”. De pronto, de esta manera, hagamos más honor al ya citado fragmento póstumo de Nietzsche, en el que las interpretaciones no solo se anteponen a los hechos sino también a los intérpretes. (Además, las narrativas no son la única clase de interpretaciones que existen…) Quizás, entonces, la respuesta al título interrogativo de este ensayo sea forzosamente aporética: el mundo es y no es un cuento, la vida es y no es un relato.

 

 

Referencias bibliográficas

Culler, J. (2014). Breve introducción a la teoría literaria. Barcelona: Crítica

Eagleton, T. (1988). Una introducción a la teoría literaria. México DF: Fondo de Cultura Económica

Girard, R. (2006). Literatura, mímesis y antropología. Barcelona: Gedisa

Girard, R. (1985). Mentira romántica y verdad novelesca. Barcelona: Anagrama

Lacan, J. (2015). Seminario 6: el deseo y su interpretación (1958-1959). Buenos Aires: Paidós

Nietzsche, F. (2008). Fragmentos póstumos IV (fragmento 7 [60]). Madrid: Tecnos

Ricoeur, P. (1989). “La vida: un relato en busca de narrador”. En: Educación y política. Buenos Aires: Docencia, pp. 45-58

Zizek, S. (1999). El acoso de las fantasías. México D.F.: Siglo Veintiuno