Los unos. 

El presidente Vizcarra acababa de anunciar la extensión del confinamiento por más de treinta días. -Me pidió plata, pero en realidad me quería robar– dijo la vecina en el grupo de WhatsApp del edificio. Y encendió las chispas de un fuego certero.

Enseguida hubo acuerdo mayoritario en que ya estaba bien de confinamiento y actividades no autorizadas, que cuándo volvía el portero, que por qué no había vuelto ya. –Me han comentado que están entrando a robar a los edificios de madrugada, agregó alguien como quien arrima un manojo de hojas secas a la fogata. Como si hubiera hecho falta. Los mensajes se precipitaron. Alguien tuvo la idea de acondicionar, pintar y desinfectar el cuarto en el que hasta ese momento se dejaban las bolsas de basura hasta la noche, para que el portero se alojara allí y no tuviera que volver a su casa cada día. A la luz de las respuestas, resultó bienvenida la propuesta. Otro vecino propuso que cada departamento le preparara comida en turnos rotativos. Lo mejor será tres días seguidos cada departamento, coincidió la mayoría.

Luego de algunos vanos intentos de disuasión Carolina entendió que no iban a parar hasta ver sentado en la portería al muchacho venezolano que el año pasado cruzó tierras y ríos para llegar a Lima, la tierra prometida. La foule cantaba borracha alrededor del fogón. Igual insistió, secundada por la vecina del quinto piso. Les respondieron que se está aplicando el régimen legal, como están haciendo todas las empresas. Por las dudas la vecina comentó que un grupo de vecinos asociados en un consorcio no constituye una empresa. ¿Hubiera sido necesario explicar que la legalidad no siempre protege derechos?

Con voracidad ígnea alguien acercó un argumento más: Tiene que recuperar horas que hemos pagado sin recibir servicio. Vítores y aplausos de un público enfervorizado ante la danza del fuego. Carolina recuerda que la no prestación de servicios se debía a una pandemia que estaba afectando a buena parte del planeta y que respondía al acatamiento de la prohibición expresa de salir. Junto con la vecina, volvieron sobre la idea de, por lo menos, compensar económicamente las horas (y días aún inciertos) que el portero pasaría en el edificio pudiendo hacer cualquier otra cosa. Por decoro omitieron la palabra secuestrado. Hay gente a la que le cuesta comprender lo evidente, por eso tuvieron que aclararles que en todo caso los vecinos que quisieran darle algo adicional podrían hacerlo individualmente sin ningún problema. Clarísimo. Así sí se entiende. Se llama beneficencia. Caridad. Tutelaje. Propina. Todas esas palabras que designaban el bien cuando ni los derechos civiles y políticos, ni mucho menos los sociales, económicos y culturales estaban consagrados en las leyes.

La lógica de la compensación económica es pobre, deficiente, coja. Y una justa distribución[1] de bienes y recursos materiales no asegura por sí sola calidad de vida ni garantiza derechos. Pero al menos ayuda a hacer frente a los gastos básicos. Sobreviviendo, reza la canción. Ni siquiera eso, murmuran los vecinos abanicándose con sus títulos de propiedad, cuidando que no se apague el fuego. Y sin embargo, la herida es anterior.

 

Los otros

El reconocimiento “designa una relación recíproca ideal entre sujetos, en la que cada uno ve al otro como su igual y también como separado de sí. (…) esta relación es constitutiva de la subjetividad: uno se convierte en sujeto individual sólo en virtud de reconocer a otro sujeto y ser reconocido por él” (Fraser, 2008:85). El reconocimiento tiene entonces implicancias profundas en la autopercepción y afirmación identitarias. Y éstas se ven dañadas no solamente si el reconocimiento nos es retaceado o denegado, sino también si somos quienes lo negamos o vedamos. En palabras del poeta, que siempre resultan más claras: “Para que pueda ser he de ser otro, salir de mí, buscarme entre los otros; los otros que no son si yo no existo, los otros que me dan plena existencia.” (Paz, 1991). ¿Por qué los vecinos de ese edificio en llamas no pudieron ver en el portero a un otro-igual, sino a otro-extraño, ajeno; alguien a quien despojar?

Y no se trata solamente de un asunto individual. El reconocimiento promueve el desarrollo moral de la sociedad (Honneth, 1997:239), profundiza los lazos sociales, reasegura el entramado societal. Así, individuo y sociedad florecen si el reconocimiento recíproco se realiza. Por eso éste se concibe como comportamiento (Honneth, 2006: 134) y no como mero discurso. O dicho al revés, de nada valen los discursos y leyes igualitarias si no se traducen o no se sostienen en comportamientos que expresan el reconocimiento recíproco.

En su  agudo texto acerca del racismo en el Perú, Jorge Bruce (2007) comenta la noción de Zizek de “el reverso obsceno de la ley”, ése no escrito, que contradice la ley pero que es más poderoso y efectivo que ella. Ése que en el Perú nos impide vernos y tratarnos como iguales, reconocernos. Ése que impide ver con claridad cómo la racionalidad formal puede ponerse (¿suele ponerse?) al servicio de los poderosos.

Zanjando un falso dilema, Nancy Fraser  plantea que “en la actualidad, la justicia exige tanto la redistribución como el reconocimiento” (Fraser, 2008: 84) y que no hay la una sin el otro, y viceversa. Si no reconocemos en el otro a un igual no estaremos dispuestos a redistribuir. Si las brechas siguen aumentando, difícilmente nos consideremos iguales. Alguien tendría que escribir sobre las posibilidades que nos robó Sendero Luminoso al apropiarse de palabras como justicia y redistribución. ¿Queremos una sociedad justa? Ésta sea tal vez la pregunta que debamos hacernos con urgencia en el Perú. Imagino que organizar la justicia es menos doloroso, menos lacerante, menos asfixiante que organizar la caridad luego de la rapiña. Para ello, no se trata de juzgar a unos o a los otros, sino de reflexionar críticamente sobre los vínculos que establecemos los unos con los otros. Anécdotas como las de este relato se multiplican en tiempos de pandemia. Ojalá el humo no nos impida ver la materia que azuza el fuego.  

 

Lima, junio 2020. 

Guadalupe Pérez Recalde

 

Referencias.

Bruce, J. (2007). Nos habíamos choleado tanto. Lima: Universidad San Martin de Porres.

Fraser, N. (2008). “La justicia social en la era de la política de la identidad: redistribución, reconocimiento y participación”. Revista de trabajo. Año 4. N° 6. Diciembre.

Honneth, A. (1997). “Reconocimiento y obligación moral”. Areté Revista de filosofía. Vol. IX, N°2. Pp.235-252 (2006). “El reconocimiento como ideología”. Isegoría N° 35. Pp.129-150

Paz, O. (1991). Piedra de sol. México: Fondo de cultura económica.  

 

[1] Sí, de acuerdo, podemos debatir qué es una distribución justa. Dar la discusión sería una señal de la voluntad de querer superar la crueldad que hoy define nuestros lazos sociales.