Balada de Wang Wei
la nube blanca es eterna,
la nube blanca se extingue
para siempre:
corriente clara,
vía de la vacuidad.
al alba
vi una nube
y al crepúsculo
la lluvia.
pero en el sendero del monte
no ha llovido
todavía
y es inútil lamentar
que vuelen ya las flores.
sentado
contemplo el verdor del musgo,
a lo lejos
las aguas del Wang
y el llanto de los sauces.
a nadie
espera
el tiempo fugaz
en esta villa.
hilos de bruma vagan
sobre el río,
la luna se humedece
y suenan hasta el alba
los insectos
de las sombras.
en la larga noche
taño sin cesar
el laúd
e improviso una balada
con Pei Di.
ahora
que estoy sentado
solo
descanso
junto a la clepsidra
y oigo
el aleteo
de una mariposa.
Lamento de Polifemo
dibujar con el dedo
mis desdichas
en el cielo.
dibujar con el dedo
mis desdichas
en el suelo.
lejos,
huelo el sudor seco
de la comisura de tus muslos
y creo dibujar
con el dedo
mis desdichas
en tu cuerpo.
mis ojos brillan
como los de los inmortales
desterrados
y cuando canto
me sale una voz
de tigre hambriento.
galatea,
¿dibujaré acaso
con tu cuerpo
mis desdichas
en el mío?
al morir el día,
salen de los sauces
hormigas y saltamontes
y mi corazón se ensancha
hasta quedar rodeado
por todas las plumas
del bosque.
apartada de aquí,
bañas tu cuerpo de jade
en un hondo manantial
y cuentas
a las ninfas
leyendas y poemas
del tiempo antiguo.
galatea,
¿cómo dibujar
tu rostro
con mis dedos
y mirar
el cielo?
¿cómo dibujar
mis labios
con tus dedos
y no mirar
el suelo?
solo
en la solitaria peña
mis lágrimas
caen
como la lluvia,
sin poder dibujar
ni tu rostro
ni mis dedos
ni este cielo.
hermosa es
la música del vacío,
difícil
el camino.
¿dónde me encuentro
ahora
que no tengo dedos
ni voz
ni rostro
ni suelo?
galatea,
¿reconoces en mí
al ermitaño de los mitos,
al viejo hombre de las montañas,
al que vagaba
entre lotos azulados?
galatea,
¿no querrías dibujar
con tu voz,
con tu boca,
con los labios
toda mi desdicha
en este gran cielo
que es tu cuerpo,
en este gran suelo
que soy yo?
al morir la noche,
el reflejo del crepúsculo
en la arena
ilumina de alborada el cielo.
muchos son los vericuetos
al sortear los pinos,
largo
mi lamento.
Canto del Oso Polar a la Osa Panda de Nariz Roja
Põe as tuas mãos entre as minhas mãos
E deixa que nos calemos acerca da vida.
Alberto Caeiro (Fernando Pessoa)
I
Soy el Oso Polar del Olivar.
Por las mañanas,
enjuago mis blancas manos en los charquitos de garúa
antes que todos despierten.
He andado solo mucho tiempo
sin que presientan mi pelaje de otros climas.
Pero de noche
me cobijan sin reservas
los mirlos que presagian las visitas,
las orugas, las mariposas algo absortas
y hasta las sombras de unos gallinazos que nunca se atreven.
A veces
me extravío
muy cerca del reposo de los amantes sobre las bancas,
otras
husmeo por los estanques
donde juegan los niños todas las tardes.
Extrañados,
ellos me miran
como si se tratara de una criatura prehistórica
o de un ser mitológico.
He estado buscando hace mucho
a una Osa Panda
perdida en el Olivar.
Sé que existe.
Durante algunos años
detenía la mirada en ese horizonte que nunca alcanzo,
entre los techos a dos aguas, los faroles,
los viejos balcones y las frondas de los árboles.
He sentido el rumor de sus pasos por todos los caminos.
He sentido la vibración de su cuerpo sobre el pasto
y he aspirado aromas de otras tierras
en las que puedo hallarme.
Una noche
cuando salí a pescar aquellas truchas que jamás pude
la vi del otro lado de un estanque.
Tenía una nariz roja y el andar de femme fatale.
Nos miramos sin mirarnos.
Apretaba con suavidad y firmeza en su hocico
la trucha que siempre se me escurrió.
No podía creerlo. Era Ella.
Me acerqué a su carne blanda y tibia
y nos reconocimos sin demoras.
Quise hablar
pero las palabras
se quedaron como cicatrices en mi lengua.
Entonces ella dijo:
“Pon tus manos entre las mías, Oso Polar,
y deja que, juntos, nos callemos sobre la vida.”
II
Osa Panda,
los dioses nos concedieron este deseo:
caminar lento entre los rosedales cuando acaba la tarde,
oler con sorpresa las astromelias, las hortensias y los lirios,
dormir bajo las acacias luego del amor,
arrullarnos en la tibieza de las rocas
ablandadas por el sol del verano.
Un viejo poema chino
dice que la suerte de los hombres cambia como las olas.
Osa Panda,
tú eres la ola que llegó a la ensenada
y dejó las aguas llenas de peces y toda clase de pequeños animales marinos.
Osa,
la marea estaba quieta y doliente
y apareciste con la alegría de la flor que recién brota.
Intuyo que las olas y los deseos concedidos por los dioses
se agitan en movimientos inescrutables pero generosos.
Sigamos con sigilo las fases de la luna, la intensidad del viento y el calor entre nosotros
para sentir hacia dónde va el oleaje,
para saber cómo asir nuestra suerte sin ultrajarla.
Habrá que respetar los tiempos dados por los dioses
y desafiarlos cuando sea necesario.
Osa Panda de Nariz Roja,
no necesitaré más del círculo polar para seguir viviendo.
Me basto con existir
en el Olivar
a tu lado.
Canción del barco de papel
Ondas de nubes
cruzan
un río sin agua.
Masaoka Shiki
Soy el barco de papel
que unos niños desprevenidos
dejaron olvidado sobre el río.
Ya no hay agua en este río:
tan solo queda
una bruma espumosa y lívida
en verano o en invierno.
El río tiene el cauce salado y seco,
con animales expirando
entre guijarros, moho y barro.
En ocasiones mi cuerpo de papel
descansa y se asfixia
entre las piedras y el tiempo
que se estanca en cada hoyo
de niebla y lodo.
Otras veces huyo de los chorritos de agua
que corren, lánguidos,
cerca de la orilla,
y pierdo la mirada de unos niños
que ya no me miran navegar
ni tientan escribir algo sobre mi papel.
Azorado, intento entrar al río
como a un cuerpo de telarañas de rocío,
y resbalo sin contento hacia sus laderas
regadas por trozos duros de palomas, peces y ranas.
Desesperado, me esparzo en el río
con la danza del buitre ante la carroña,
con la delicadeza del sable
pasando suavemente sobre la piel de las luciérnagas,
y le derramo sin prisa
las aguas fosforescentes de mi pecho.
Pero ya ningún niño mira
mi loco afán de resistir al viento y al calor en la playa.
Algún día, se difuminará la niebla de su cauce.
Y ya no habrá más ondas de nubes que crucen el río sin agua.
Y mi piel ya no servirá más para escribir ningún poema.
Ese día,
me cogeré de las piedras,
sin devaneo,
junto a los animales muertos varados en la arena,
miraré mi cuerpo perdiéndose
sobre la superficie de un charquito casi invisible
y mi papel se desvanecerá
entre el aire, el resplandor y
unas huellas ya muy lejos de sus pies.
Hasta que llegue aquel día,
me dejaré fluir entre la neblina
y quizás alguna palabra me dé el encuentro
en la quebrada.