Por Malvina Cruz Rentería
Primera parte
I
¿Quién habla en mí cuando digo yo?
¿Quién habla cuando creo decir-me ante los otros?
Estoy de pie ante una multiplicidad de ojos
Intento hilar ideas, verdades doradas por los siglos.
Dibujo con mi boca melenas ilustradas. Sobre el pilar sapere-aude las hago reposar.
Y una carcajada en el fondo de mí estalla. Me río de Kant y me río de mi pose intelectual. Ridícula.
Cómo evitar, me digo, que noten mi escepticismo esencial. Que no hay nada que decir. Que me instalé hace tiempo en el seno de la noche.
Por si él vuelve.
Caigo en mí. El abismo otra vez.
Los muchos ojos se vuelven uno solo. Un cíclope gigante parece poner en evidencia mi tedio, mi cansancio, mi fragilidad disfrazada de guerrera, mi delicado ir ajustando el picaporte de la vida.
Y de nuevo el bochorno. Hasta cuándo esta tortura…
Me veo al trasluz, un hato de huesos entre carnes fofas. Pesadez. Mis poros se abren y soy ahora una gota salada, asquerosa. Y para variar me puse el ropaje que descubre sin pudor mis hombros. Gallina rota en mil batallas. En cambio ellos… con su lozanía reprochando mi decrepitud. Los detesto.
Cruzo mis alas hacia atrás y me cobijo en el escaparate blanco de las letras. Mis garras atrapan sus bordes con violencia y palpo su hostilidad entre mis dedos. Me devuelve.
Por mi carne expuesta Polifemo ha colado su gran ojo, me ausculta, me huele. No soy un secreto para él, pero no logra encontrar la llave de mi laberinto.
Quién eres, me pregunta. La noche empieza a humedecer mis ojos.
Un tirón hacia la mole de cemento. El dolor en una de mis vértebras me obliga a desasirme de la cuerda.
¡Soy NADIE, Polifemo!
El ojo se cierra. El cosmos retorna. Me he salvado una vez más de las llamas de mi infierno.
Y entre las flores que arrojo a mis alumnos prefiero volar pero hacia arriba. Ligera. Nube sin fondo, río innominado. Ellos parecen seguirme tenues, curiosos, risueños a ratos, amodorrados por el sol cansado de las dos.
Parménides se ha retirado de la sala. Bienvenido Heráclito.
****
Se ha hundido la escalera en el mar de mi voz cansada.
Nadie habla, nadie oye. El cordón umbilical se hace añicos.
Soy nota musical, soy flor alada entre mis versos
Soy paleta de colores incontables
Soy fauna de animales nunca vistos
Soy legión de incansables diablos retadores
Voy montada en un caballo dulce y un perrito amarillo lleva mi cartera
¿Qué hay en la cartera?
Un gato
Soy. Un gato encerrado en una jaula de paleta, de fauna, de legión…
Soy. El gato. La jaula
Soy un gato de color violeta que pega brincos hacia arriba y juega a los dados con la luna. Ella brilla más cuando la miro. La deseo y ella me desea. En mis ansias locas, mi beso se vuelve goma de mascar que se va estirando lentamente hasta atrapar su seno.
Y me vuelvo un feto arrullado por la luna
Un agujero negro
Un punto
que rebusca bien abajo
entre cuerdas multiversas
migajas de dioses satisfechos
Ruedo y ruedo hasta estallar
Un río desbocado engulle ciudades en letargo
Volcanes heridos lloran lavas de arcoíris
una yema gigantesca hace el amor con las montañas
Un recién nacido llora primaveras sobre el mar
Entre matorrales Poseidón le espía
La marea pegajosa ha vuelto
La palabra.
***
Me quedo entre bolsas de mercado, tráfico asfixiante y la estupidez de cada bicho inteligente.
El trabajo cotidiano, leve respiro a la herida incurable de tu ausencia.
Maquillaje tapando mis desvaríos húmedos, mi pasión y repulsa de vivir.
Mi deseo de morir pronto y mi horror ante el abismo del no-ser.
II
Parpadea a ratos y cada parpadeo es una flecha mortal sobre su lomo.
De qué podrá dolerse una oruga
¿Te has fijado, oruga, en lo frágil que eres… que no tienes alas ni veneno?
Ay, pobrecita yo.
Calla, calla… ¿Por qué insistes en tocar el borde del abismo? Tu ombligo desgajado.
Y se obliga a ignorarse entre hojas verdes y hojas secas, bosque regado de latidos. Se desliza suavemente, contorneando su musculatura acuosa, primordial. Olfatea a cada paso, sobre duros troncos labra caminitos. Muerde y cada mordida sella su por aquí pasé. Come a ratos y se vuelve del color de lo que come. Es mejor, comer, ovar, vegetar, dormir. Camuflarse entre lo que uno come. Ley de vida.
Mas la llama tenue se enciende en el reposo, ese punto negro que habita en el fondo de sus párpados caídos. Párpados asesinos de relojes. Se ve de pronto en la desgraciada dicha de ensayar el camino del retorno, la herida abierta del cogito sintiente. Sobre un cráter de nube pasajera se contempla poderosa, tierra negra, útero infinito de raíces primigenias, infierno justiciero. Y bajo la rueda de algún destino ciego llora el hueco negro de la ausencia, su desgaje, su arrojo al tiempo antes de tiempo, su rodar sin horizonte con su ser a medias.
El instante lleva el matiz de los volcanes.
La lluvia ácida ha cesado. Y la oruga se aplica de nuevo a sus quehaceres, tejer hilitos sobre el eslabón perdido. La desdicha de tener un origen. Aquel borrón. La injusticia de no poder ser Dios.
III
Es bueno desconectar de vez en cuando. El exceso de realidad agrava la enfermedad de vivir.
IV
Cortar la soga que ata mi desnudez a sus zapatos
Por qué pondrían pólvora en mi tacita de algodón
Con qué derecho
Ellos
El condenado a muerte pide su último deseo
Cortar la soga que ata mi desnudez a sus zapatos
Volver al matorral del cautiverio
Vomitar, lavar, arrancar la costra de nauseabundos jugos
Quemar telarañas de silencios negros, recuperar las alas
Cortar la soga que ata mi desnudez a sus zapatos
Volar sin odio al otro lado de la noche
V
Cansarse. Es la receta médica perfecta. Cansarse durante el día para poder dormir de noche. Para evitar el peso terrible de una noche negra, vacua, inútil.
Me gusta escuchar las vibraciones de la noche, pero cuando la tormenta anuncia su retorno, los bellos latidos se vuelven aullidos, una rueda que se aproxima lentamente. Va a molerme.
Otra vez no. ¡No, por favor!
Tu sangre se agita y tu respiración corre deprisa al pensar en el malestar que sentirás mañana por no haber dormido o, lo peor, en un nuevo estallido de tus ojos que te verás obligada a ocultar tras unos lentes negros. Tu cuerpo se pone rígido. La queja de la hartura…
Pero los compañeros de la noche están de nuevo aquí.
Quisieras huir, pero te sientes atrapada. Aprietas con mucha fuerza los ojos. Te cubres de pies a cabeza con las mantas, pero ellos saltan hacia el interior de tus párpados. Monstruos coloridos brillan deformes, máscaras sin fondo en flujo inabarcable. Medios-seres, destellos de fuego sobre un fondo negro.
Quisieras huir, pero te sientes atrapada. Bajar antenas. Tapar compuertas amantes de sirenas. Lo intentas, pero no logras apartar el murmullo de las voces incontables de la noche. Están sobre ti, te aplastan y, sumida como estás en fetal puño, entierran tu rostro en el charco oscuro del colchón.
Es inútil forcejear con sombras. Sombras de tus sombras.
Metamorfosis redentoras
Venenos de Dionysos
Hoy no me cansé lo suficiente y han vuelto mis fantasmas.
La noche densa reconcilia lo lúdico y la carne
El agujero ha estallado y quisiera mil noches sin dormir, mil ruedas moliéndome las carnes, mil demonios bebiéndome de a pocos.
Hacia el otro lado luminoso.
Más allá del aire que me asfixia.
****
Y se perdía entre las rocas del río la mariposa blanca
tras haber andado junto a mí por el sendero del saber
tachando garabatos de quimeras
esquivando miradas
del infierno de una monja inquisidora.
¡Por favor, Amor, no te vayas! –grité con todas mis fuerzas.
Mas eras Tú quien en mí gritaba
Era yo la mariposa que me iba.
VI
Mierda… ¿qué anuncias estas imparables lágrimas? Presagios
Esos malditos cuentos… han abierto no sé qué compuerta. Náuseas venidas apenas me interné entre las páginas, sensaciones extrañísimas. Un gusto acompañado de terror me hace ponerme en pie de un salto. Intento distraerme. Abro la ventana. Nada nuevo: los autos hambrientos de futuro. Los autos, como los animales, carecen de neurosis. La calle poblada de gente siempre en movimiento. ¿Qué puede diferenciar a los humanos caminando por una extensa calle de los parásitos moviéndose en el cuerpo de un animal? El horizonte con el océano y el cielo parecen palpitar fragmentos de lo mismo y no lo mismo.
Prendo la tv. Un pleito entre dos chicas de un concurso de esos que están moda, una le ha pegado un codazo a la del equipo contrario durante el juego. Los compañeros de la ofendida reclaman. Pese a que pasan una y otra vez la imagen hasta en cámara lenta, la mujer tiene el cuajo de negarlo. Cómo puede ser tan descarada. Siempre me ha caído mal. De escándalo en escándalo. Fingida. Falsa. Hasta para mentir hay que tener un poco de dignidad. Además es ya mayor para estar en esas competencias donde, por lo general, las chicas no llegan a los 25.
Eso pienso mientras una corriente helada me atraviesa el cuerpo. Terror de que pudiera yo ser ella… Calla. Ay, los mundos posibles de Leibniz y la teoría de las cuerdas, esos ácidos potentes capaces de disolver las flechas de nuestras moralinas.
Vuelvo sobre ese extraño dolor que descansa en un punto específico de mi estómago.
No tengo alternativa. Vuelvo con avidez al texto.
Leo sin piedad hasta el final.
Un tercer ojo se abre en mí. Siento mi piel en carne viva. Ante mí de nuevo y delante de las cosas que se vuelven y me observan. Su hostilidad me duele. Todo es duro, profundo y delicado. Todo se agolpa en mi cabeza y mi estómago es un puño.
¿Qué me ha hecho daño?
Soy de pronto un mar
Un mar quebradizo, injusto, ausente de pozos redentores…
Y lloro más, y más porque nadie vendrá a consolarme. Nadie. ¿Quién podría hacerlo?
Solo tú si estuvieras aquí conmigo. Tú seguirías siendo la única orilla donde podría yo escurrirme. Cuantas veces me salvaste de la náusea. Cuántas veces espantaste mis fantasmas.
Y llorabas a ratos mientras yo parpadeaba y estallaba en carcajadas. Reías para después en silencio llorar. Llorabas mi agujero incurable. Llorabas esta hora desgraciada. Tu ausencia.
“No llores. No llores… para, por favor. Que tienes clase más tarde. Los alumnos lo notarán en tus ojeras”. Pareces susurrarme suave desde algún fondo inédito de mí. Incurable.
Pero no es motivo suficiente para contenerme. Sigo llorando. El llanto anula a menudo mi voluntad, me sobrepasa. Ha vuelto a abrirse el agujero y mi único deseo hasta el éxtasis es hundirme en él. Morir. Sí, morir. Demasiado duro habitar entre animales del saber. Fardos espinosos que hieren mis pies descalzos.
Echada como estoy sobre mi brazo izquierdo, miro mis delicadas venas. Venas de pollo decían las enfermeras en el hospital los días que estuve internada, hace casi un año de eso. Me las buscaban y no podían dar con ellas, torturándome con cada pinchazo una y otra vez. Mi cuerpo, un mapa portador de zonas rojas, un vestido gastado en mil batallas, rasgado entre camillas clandestinas y zurcido en cubículos donde el aburrimiento tiene cara. Mala cara. Me concentro en las venas de mi muñeca izquierda, recorro a través de ella el camino cortado abruptamente si ahora mismo me animara.
-¡Para ya!
Más tarde tienes clase. Son las 2:10. Debes levantarme y comer algo.
-No tengo hambre.
-Debes comer sin hambre. Eso es vivir. Y reposar un poco…
Pareces enojado…
Que baje la presión de mi cabeza y la hinchazón de mis ojos. Después el ritual de siempre: cubrir mi extrema desnudez con maquillaje
Un velo negro
Y que el ruido me salve de la asfixia
Una vez más.
Segunda parte
una mirada desde la alcantarilla
puede ser una visión del mundo
la rebelión consiste en mirar una rosa
hasta pulverizarse los ojos
(A. Pizarnik)
Había ciertas cosas buenas porque eran nauseabundas: el ruido como el de un elevador en la sangre, mientras el hombre roncaba a su lado, los hijos gorditos durmiendo amontonados en la otra habitación, lo pobres. ¡Ay, qué cosa me viene!, pensó desesperada. Habría comido demasiado? ¡Ay, qué cosa me viene, santa madre mía!
Era la tristeza.
(Clarice Lispector)
A propósito del ciego
¿Cómo un ciego puede llegar a perturbar la monotonía de los días, esa carcaza con la que nos cubrimos para distraernos del latido acuciante, de los fantasmas nacidos en la herida de un tiempo primordial?
“En el principio era el delirio; quiere decir que el hombre se sentía mirado sin ver. Que tal es el comienzo del delirio persecutorio: la presencia inexorable de una estancia superior a nuestra vida que encubre la realidad y que no nos es visible. Es sentirse mirado no pudiendo mirar a quien nos mira. Y así, en lugar de ser fuente de luz, esa mirada es sombra, como en la biblia, te cubrirá con su sombra”. (María Zambrano. El hombre y lo divino. p.31)
Instante
Llevamos la Verdad adherida a la muñeca. El carcelero vigila nuestros pasos desde múltiples panópticos, mientras nosotros tratamos de llevarnos un poco de confort. Carne agitada. De encontrar un poco de dicha en medio de nuestro cautiverio.
Hasta la irrupción del instante.
Una luz que se abre intempestivamente, como una flor, y devora la materia de la monotonía.
“El instante, un tiempo en que el tiempo se ha anulado, en que se ha anulado su transcurrir, su paso y que por tanto no podemos medir sino externamente y cuando ha transcurrido ya por su ausencia. (…) Lo que aparece en el instante es la pre-verdad”. (p. 40. Zambrano, El hombre y lo divino)
“Pues en el principio era el delirio; el delirio visionario del Caos y de la ciega noche. La realidad agobia y no se sabe su nombre. Es continua ya que todo lo llena y no ha aparecido todavía el espacio, conquista lenta y trabajosa. Tanto o más que la del tiempo. Lo primero que se precisa para la aparición de un espacio libre, dentro del cual el hombre no tropiece con algo, es concretar la realidad, en la forma de irla identificando; de ir descubriendo en ella entidades, unidades cualitativas”. (p.31)
En torno a la lectura de Los ojos azules pelo negro (M. Duras)
El velo negro: cómo decir lo indecible. La mirada velada siempre ante el otro. Inaccesibilidad, la mirada del otro es golpe de atracción y también de repulsa. Fuego que consume y da vida. Vida y la muerte hermanadas.
La habitación sin objetos. Habitada solo por voces, dos cuerpos que no se tocan, si se acercan es para ser repelidos por una fuerza incomprensible, Agujeros de fuego. Hay un tercero evocado que es el motor de los deseos que laten con violencia. Es en esa ausencia que el deseo se enciende. ¿Es acaso, ese tercero, el árbol del conocimiento de algún paraíso olvidado? El tercero sobre el que eros vuela una y otra vez.
Ella satisface en el tercero el fuego que su carcelero le niega. El carcelero en su cárcel nutre su llanto en la mirada azul que del tercero ella logra atrapar en sus pupilas cuando hacen el amor. Y su perfume. Hay un tercero para ella y un tercero para él. Ella es también la carcelera de su propio carcelero, aquel a quien desea y no logra abarcar. Ella es además la carcelera del tercero, es su carnada, su médium para conquistar a quien la tiene encarcelada.
Hay un tercero inabarcable, el X en medio de dos cuerpos que se aman. Y los sujetos no se tocan sino a través del tercero que es lanza, dardo encendido entre dos polos, la vida, la muerte. Los cuerpos son cárceles del deseo que lanza sus dardos siempre hacia un X, una herida mortal causada por una ausencia que no se sabe si alguna vez fue ocupada por un alguien, que era todo, que nos completaba. Una herida abierta que es mejor sufrirla en interminables noches. Interminables noches de dichoso murmurar entre las sábanas. Porque entre las sábanas y detrás del velo negro es posible tocar el borde de la herida y saber que el amado soñado estuvo allí. Solo tras el velo es posible contemplar los ojos del misterio, dos agujeros sembrados entre enrevesados laberintos negros. Azul y negro. Vida y muerte.
La habitación sin adornos, ¿es un llamado a algo más profundo o estamos ante un juego de máscaras detrás de las cuales no hay más que vacío? ¿Y si no hubiera profundidad, solo perspectivas? Depende de cómo se coloquen los actores. El libreto está asignado. Calderón de la Barca asoma la cabeza. Los actores dirían, ella diría… alguien nos va escribiendo, alguien nos va bebiendo poco a poco.
Somos distensión. El tiempo no existe sino como deseo. Reposar en lo que se amó, ponerse el velo y balbucear apenas la dicha que la vida consciente es incapaz de atrapar. Despertar y lamentar la pérdida. Llorar, llorar, llorar. Esfuerzo inagotable por exprimir entre las lágrimas aquello que no está más y que no sabemos a ciencia cierta si alguna vez estuvo, si eso que hemos olvidado ocurrió de veras. Nos acordarnos del olvido del olvido.
Alguna cosa hubo que hemos olvidado, decimos. Pero nada sabemos de ella. Y cuando nos acordamos de haberla olvidado se abre el agujero de su ausencia expulsando ríos de una cierta culpa originaria. Y entre las lenguas amargas se desliza también el anhelo del retorno del tesoro para al fin poder fijarlo en un presente eterno. El “si volviera…” que conservamos en el bolsillo más oculto del deseo. Que no vuelva a fundirse ya jamás en el caos del olvido… Mientras tanto lloramos. Lloramos porque sabemos que el retorno es imposible. Y así nos obligamos a murmullos húmedos. Tras la seda negra preferimos alargar las noches, interminables días del condenado a muerte.
“Quien con monstruos lucha cuide de no convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti.” Nietzsche
- Trabajo final del curso “Qué escriben las mujeres” en: Aula Nómada, a cargo de Constanza Meyer