Por Sonia Riera
“Un escritor es algo extraño. Es una contradicción y también un sinsentido. Escribir también es no hablar. Es callarse. Es aullar sin ruido.”
Marguerite Duras, “Escribir”
¿Qué escriben las mujeres?
En el intento de llegar más allá de los significados, más allá de una imagen, más allá de toda regla para poder decir, las escritoras dimiten de ese ejercicio tan singular que es la correcta combinatoria de palabras, ignoran la semántica y resbalan por esa línea invisible que las hace llegar al pozo insondable del sin sentido, donde se multiplican las sensaciones y el cuerpo se rompe en el agujero oscuro del vacío, donde cada una encuentra su límite, su manera de hacer.
Lacan dice Lituratierra no es literatura. Por un lado está la literatura, la cual se trataría del buen uso del lenguaje, de la creación de historias, de la recreación de un mundo de imágenes verdaderas o inventadas. Aquí cada lector pone su vida en juego para llegar a lo profundo del sentido de la palabra. Por otro lado está lituraterra, un juego hermoso y macabro, lo velado, algo que a veces se manifiesta como una plenitud inexplicable, es un cerrar de ojos para prescindir de todo sentido, es lo que queda como resto, basura nada despreciable. Aquí el lector pone su cuerpo y recibe el golpe de un real sin sentido.
Hemos leído a tres escritoras, tres historias que deambulan por el deseo, el miedo y la muerte, búsqueda de la sinrazón. Tres historias que en su lectura transportan a la página en blanco que devora cada palabra buscando el sentido de lo que no se escribe, de lo que no se puede escribir. Un instante que sale descalzo, sin tiempo buscando la eternidad. Ese tiempo redondo donde se es nada, un agujero.
El lugar casi da igual, en un tranvía, sobre una carta, encerrados en una habitación vacía, porque son las palabras las que te llevan, te traicionan dejándote caer en ese lugar donde el goce se multiplica y donde se descubre que algo ya no está.
Miedo, soledad, amor con ganas de matar, dolor porque una araña teje en los espacios vacíos del cuerpo aquella tela que no se ve, que cubre y luego hiere, que ilumina y rescata. Araña en la que se trasforma para desaparecer a los ojos de los demás. Araña luz, araña tela, araña cuerpo. Intersticios de una historia repleta de miradas, voces, sonidos, sombras e imágenes que se desvanecen, que no se pueden retener.
Todo está hecho para alcanzar algo, algo perdido de lo que no se tiene memoria, que se queda siempre en el borde, con vértigo, con nausea, con placer.
A lo largo de los tres cuentos parece que escucho la pregunta ¿Qué es una mujer? ¿Qué quiere una mujer? Me pregunto si una mujer puede ser lo que escribe. Tal vez ahí puede encontrar un lugar donde estar, donde dejar caer su cuerpo, donde bordear lo real. Un grito, un aullido, su propia voz.
Amor, Clarice Lispector
Me detengo en esta frase: “El Jardín era tan bonito que ella tuvo miedo del Infierno” Jardín-infierno entre estos dos significantes, tal vez opuestos y lejos de caer en su sentido, se abre esa línea que los estaba limitando, un exceso, un borde. El abracadabra que nos introduce en el agujero oscuro. Algo cae y se produce un residuo, desecho irreductible a la palabra. Y ahora estas palabras pueden ser intercambiables porque se ha producido un tope en la cadena significante y no importa sino esa sensación oscura, ese resto de lo que no se conoce, no tiene cuerpo, no tiene sonido, el vacío. Y entonces ya no sabemos si la vida elegida por Ana es el jardín o el infierno. Si el jardín se corresponde con los árboles que ella misma plantó o con esa risa macabra de estos al llegar la tarde donde la inquietud la invadía.
Un mundo bien ordenado con el que había tapado su deseo que podía ser ¿el infierno? o ¿el jardín? La pregunta se sostiene a lo largo de todo el cuento, ¿pero importa la respuesta? La búsqueda no se detiene porque parece que no se resigna a ser solo madre y esposa. Ana quiere algo de eso, de lo que no sabe, algo más. Tal vez de día siga desempolvando los muebles y luego en su soledad se deje invadir por el delirio que le arrastrará al goce desconocido ¿al infierno?… ¿Al jardín?…
Dame tu corazón, Joyce Carol Oates
“¡Qué inspirada me siento al redactar esta carta, doctor k! La estoy escribiendo a un ritmo frenético, sin detenerme a tomar el aliento. Es como si un ángel guiara mi mano…ángeles de la ira…”
Inspiración, arrebato, a veces trance. Un discurso delirante para matar al amor que no se tiene. Carta escrita desde la calma hasta alcanzar el frenesí.
¿Venganza? No, una expresión de amor que va más allá de las palabras. Ella quiere todo, se apodera de su vida, de su casa, de sus otras mujeres, de tiernas estampas familiares. Lo persigue con el pensamiento, con el recuerdo, con la mirada, con las palabras. Lo encadena a la promesa de amor que él pronunció tiempo atrás: “Cariño mío, mi corazón es tuyo. Siempre lo será, para siempre.” Y ahora quiere cobrar lo que le debe, lo que es suyo. Con solo la palabra le arranca al hombre la tranquilidad, el corazón. Ella tiene todo el poder. Puede empujarlo por las escaleras, estar cerca y lejos, ser visible e invisible, matarlo una y mil veces o no.
Presa de la insatisfacción intenta colmar su deseo. Lo quiere, lo desprecia. Quiere eso que nunca tuvo. Por eso se transforma en una araña feliz.
Los ojos azules, Pelo negro, Marguerite Duras
“Él está solo y bello y agotado de estar solo, tan solo y bello como cualquiera en el momento de morir “
Esta breve novela es un universo que transcurre en el silencio, en la oscuridad. La belleza y la muerte, la mirada y la ceguera, la ceguera y la visión, la luz y la sombra. La repetición de imágenes, de escenas donde el encuentro amoroso es un imposible. Ella quiere, él no quiere. Es el deshojar de una margarita entre dos. Un goce oscuro.
El centro de la habitación iluminado por una araña que da una luz amarilla. El refugio de la pared en sombras. La voz y el silencio. El tiempo que se detiene y se regodea en un recuerdo que no sucede, que no sucederá. La historia de una soledad a través de cuerpos desnudos, indefensos. Desencuentros, perdidas. Y las imágenes que se amontonan, que se repiten. Y otra vez el sueño del amor que se aleja solo para confirmar que la relación sexual no existe. Cuerpos desnudos que pueden ser un solo cuerpo, una sola soledad abandonada al tiempo.
Margaritte Duras lanza al juego sensaciones que se encarnan, que golpean, que duelen. Cafés solitarios donde se producen encuentros donde la soledad no desaparece. Soledad y muerte, belleza y muerte, silencio y muerte, deseo y muerte… Todo aquello para lo que no hay una explicación, para lo que no hay respuesta. Y luego el sueño y la vigilia donde ellos regodean sus deseos por igual.
El recuerdo de unos ojos azules. Un azul que mira, que se vuelve mar, que se vuelve oleaje. Un azul de oleaje que pregunta una y otra vez hasta agotarse. Y el amor no llega porque el cuerpo es el límite, el sexo es el límite.
“Gritan un nombre de una sonoridad insólita, inquietante, hecha de una vocal llorada y prolongada en una e de Oriente y de su temblor entre la paredes vítreas de consonantes irreconocibles, de una t, por ejemplo, o de una l.”
Un nombre que se escucha pero no se entiende. Un grito que golpea con fuerza. Una voz que reclama, que produce extrañeza porque se desconoce su procedencia. El idioma no importa porque la voz abre la grieta por donde caerán todos los objetos, porque estos no importan, vacía la habitación, vacías las palabras, vacíos los rostros. Sólo unos ojos azules que no tienen dueño.
Encuentro fallido de la voz, de la mirada, de los cuerpos. Pero se insiste porque el deseo es insaciable y se persigue el goce hasta el dolor.
Límites
Los límites de una palabra se parecen siempre a los límites de mi cuerpo.
Marco que me obliga a ser de la manera que no soy.
Línea permeable al aire enrarecido que me circunda y me da eso que llaman vida.
A veces parece que salgo de mí.
Recreo el pensamiento en cualquier ocasión placentera de una línea que luego se desdibuja.
Y me entrego sin remedio a la obligada circunstancia de habitar un cuerpo,
una palabra donde anida el deseo.
Sólo tengo…
Sólo tengo tu voz que se rompe en sonidos diminutos.
No importa lo que digas, yo lo desordeno.
Encuentro letras nuevas,
Y con ellas construyo lo que no has dicho.
Invento un tiempo para las manos.
Y una lengua para mi boca.
Mi cuerpo no es sólo piel,
Es un espacio silencioso que se pierde en cada sonido.
La palabra se vuelve rito en mi boca
La palabra se vuelve rito en la boca.
Ave que despliega el aire para convertirlo en oleaje.
Calor que apresa mi cuerpo en miles de abrazos.
Abro un libro y apenas entiendo,
busco el sin sentido en la forma de las palabras,
me acurruco en una letra
y mi alma se funde en el punto de la i…
A pleno sol y desnuda corro hacia el mar.
Las flores golpean mi espalda.
Desde el vientre un grito revienta mi lengua…..
- Trabajo final del curso «Qué escriben las mujeres» en: Aula Nómada, a cargo de Constanza Meyer