En tercer lugar, uno de los autores hispanoamericanos del siglo XX que más ha trabajado el extrañamiento frente a la “realidad” y, sobre todo, frente a las formas en que suele ser construida discursiva y narrativamente es Julio Cortázar (1914-1984). Indaguemos, primero, en tres textos experimentales correspondientes a Historias de cronopios y de famas (1962): “Aplastamiento de las gotas”, “Discurso del oso” y “Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj”. Luego reflexionemos sobre las (im)posibilidades expresivas a las que nos arroja el (anti)relato “Las babas del diablo” aparecido en Las armas secretas (1959)).
Aplastamiento de las gotas
Yo no sé, mira, es terrible cómo llueve. Llueve todo el tiempo, afuera tupido y gris, aquí contra el balcón con goterones cuajados y duros, que hacen plaf y se aplastan como bofetadas uno detrás de otro, qué hastío. Ahora aparece una gotita en lo alto del marco de la ventana; se queda temblequeando contra el cielo que la triza en mil brillos apagados, va creciendo y se tambalea, ya va a caer y no se cae, todavía no se cae. Está prendida con todas las uñas, no quiere caerse y se la ve que se agarra con los dientes mientras le crece la barriga; ya es una gotaza que cuelga majestuosa, y de pronto zup, ahí va, plaf, deshecha, nada, una viscosidad en el mármol.
Pero las hay que se suicidan y se entregan en seguida, brotan en el marco y ahí mismo se tiran; me parece ver la vibración del salto, sus piernitas desprendiéndose y el grito que las emborracha en esa nada del caer y aniquilarse. Tristes gotas, redondas inocentes gotas. Adiós gotas. Adiós.
Lo que se opera en este texto es la visibilización de solo un momento (o una sucesión de momentos). Un momento en el que se formula una atribución psicológica a las gotas. Sin duda, esto no ha sido convencional en las ficciones literarias. Uno puede corroborar en las fábulas o en los cuentos maravillosos que se atribuyen estados mentales a animales o eventualmente a plantas. En ese tipo de ficciones, estos seres suelen ser personajes constituidos en una trama. Sin embargo, en el texto de Cortázar, las gotas no son, en sentido narratológico, personajes; sin embargo, comprendemos todo el drama de su caída en pocos segundos. Es que el hallazgo del texto de Cortázar reside en mostrar una caída en contra de la voluntad, como un designio natural, preestablecido. Lo cierto con las gotas es que tendrán que deslizarse por la ventana y desaparecer. Lo que el narrador del texto hace es una simulación de cómo sentirían las gotas. Más aún, el final del texto supone una actitud de compasión respecto de su fin. Será el lector el llamado a interpretar la escena de las gotas como un evento semejante o diferente al transcurrir vital de los seres humanos.
La voz narrativa de “Aplastamiento de las gotas” advierte una desnaturalización de la naturaleza o, peor, una desobjetivación de la naturaleza. Me explico mejor: Cortázar nos presenta un singular desmontaje del discurso de las ciencias naturales. Desde el punto de vista estrictamente científico las gotas de lluvia no son más que parte de un fenómeno atmosférico sin mayor compromiso subjetivo; en cambio, lo que Cortázar plantea es una narrativización de la existencia de las gotas, vale decir, la atribución de una identidad narrativa supone percibir las gotas como sujetos deseantes y ya no como meros objetos de un conocimiento racional que se presume neutral e imparcial. Antes bien, la voz narrativa de este texto es conmovida afectivamente por esa conciencia de las gotas de lluvia respecto de la muerte. En ese sentido, estas gotas –a pesar de que no hablan- han dejado de ser inmortales, puesto que se saben seres perentorios, finitos, en devenir, que han sido arrojados hacia la desaparición absoluta del mundo. Es decir, estas gotas tienen acceso a un saber acerca del tiempo, acerca de que el tiempo lo devora todo, lo aplasta todo. De pronto, Vallejo habría dicho frente a este peculiar aplastamiento “tanto amor y no poder hacer nada contra la muerte”. Lo que respondería frente a ello Cortázar es que sí se puede hacer algo: cuando menos una ceremonia del adiós, un duelo como patencia de amor frente a ese otro (aunque no sea humano) que perece, que se extingue (como sucederá con todos y con todo).
Discurso del oso
Soy el oso de los caños de la casa, subo por los caños en las horas de silencio, los tubos de agua caliente, de la calefacción, del aire fresco, voy por los tubos de departamento en departamento y soy el oso que va por los caños.
Creo que me estiman porque mi pelo mantiene limpios los conductos, incesantemente corro por los tubos y nada me gusta más que pasar de piso en piso resbalando por los caños. A veces saco una pata por la canilla y la muchacha del tercero grita que se ha quemado, o gruño a la altura del horno del segundo y la cocinera Guillermina se queja de que el aire tira mal. De noche ando callado y es cuando más ligero ando, me asomo al techo por la chimenea para ver si la luna baila arriba, y me dejo resbalar como el viento hasta las calderas del sótano. Y en verano nado de noche en la cisterna picoteada de estrellas, me lavo la cara primero con una mano, después con la otra, después con las dos juntas, y eso me produce una grandísima alegría.
Entonces resbalo por todos los caños de la casa, gruñendo contento, y los matrimonios se agitan en sus camas y deploran la instalación de las tuberías. Algunos encienden la luz y escriben un papelito para acordarse de protestar cuando vean al portero. Yo busco la canilla que siempre queda abierta en algún piso; por allí saco la nariz y miro la oscuridad de las habitaciones donde viven esos seres que no pueden andar por los caños, y les tengo algo de lástima al verlos tan torpes y grandes, al oír cómo roncan y sueñan en voz alta, y están tan solos. Cuando de mañana se lavan la cara, les acaricio las mejillas, les lamo la nariz y me voy, vagamente seguro de haber hecho bien.
Lo insólito de este texto no reside meramente en que sea un oso el que hable en primera persona, sino que pueda habitar en las tuberías de un edificio. Evidentemente, esto no es lógicamente posible; rompe con todas nuestras convenciones de concebir lo real. Sin embargo, el oso de este texto es la posibilidad de desestructurar los discursos modernos sobre el mundo. El oso tiene la posibilidad de ver, sentir y habitar lo que se suele ignorar, lo que en la vida doméstica está oculto (o queremos ocultar) ante nuestros ojos. Más aún, este ser fantástico-cotidiano se compadece de aquello que en la vida doméstica se pasa por alto y que puede constituir la posibilidad de ser empáticos. En este sentido, el oso de este texto es una figuración que permite los silenciosos momentos de conexión íntima entre individuos desconocidos entre sí. Es como si este ser imaginario fuese una suerte de conciencia intersubjetiva que prefiere ignorarse pero que ronda todo el tiempo entre los sujetos y que, cuando aparece, puede ser muy incómoda y tensa para aquellos que prefieren urdir sus existencias ignorando lo que discurre del otro lado de los agujeros.
Resulta curioso que el ser imaginario de este texto de Cortázar no sea percibido como un monstruo, sino más bien desde la ternura. Me atrevería a decir, inclusive, que este singular oso encarna el amor en tanto ágape del que habla Pablo de Tarso en sus dos cartas a los corintios: el amor en tanto la retirada del yo para permitir que el otro sea desde su singularidad, desde su diferencia, sin expulsarlo ni asimilarlo. Más aún, lo interesante es que este personaje pueda habitar, a pesar de todo, las cañerías de un edificio, es decir, de la estructura arquitectónica habitacional por excelencia de las ciudades modernas en las que los individuos están muy lejos entre sí a pesar de estar tan cerca. En cualquier caso, el oso de Cortázar habita los estrechos y oscuros espacios de las tuberías de tal edificio sin que realmente se sepa de él. Podría decirse que constituye una otredad que se resiste a salir mucho para no ser normalizada y disciplinada en la vida funcional y sedentaria de los departamentos.
Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj
Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan —no lo saben, lo terrible es que no lo saben—, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia a comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.
Este texto deconstruye la noción moderna, industrial y cuantitativa del tiempo encarnada en el reloj, e invierte la relación convencional de propiedad: no es el sujeto el que controlaría el tiempo mediante el reloj sino que sería el reloj el que lo somete a su maquinal lógica. En otras palabras, hay una suerte de desfetichización del reloj: se trataría de un aparato que materializa una singular forma de sujeción de las subjetividades. El individuo no se convierte en autónomo gracias al reloj; por el contrario, lo vuelve más heterónomo frente a una lógica pretendidamente neutral de disciplinamiento proveniente de una colectividad anónima. En este sentido, en el texto de Cortázar, el reloj de cuerda es un instrumento muy eficaz para la disolución del individuo en una sociedad que se pretende individualista.
Definitivamente, las posibilidades de comprensión y expresión de la experiencia subjetiva e intersubjetiva a las que nos abre la literatura de Cortázar son inmensas. El lenguaje literario se transforma profundamente porque son las perspectivas acerca de la realidad las que se transforman. Si la realidad extra-, inter- o intrapsíquica es compleja y diversa, también las formas de decir y de narrar se tornan distintas. Se trata de que el acceso a otras experiencias subjetivas transforme las modalidades del habla. Pero ¿hasta dónde se pueden transgredir las reglas del lenguaje para capturar las experiencias vividas? ¿En qué punto la inteligibilidad puede correr riesgos? Tratemos de responder estas preguntas analizando los párrafos iniciales de “Las babas del diablo”.
Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no servirán de nada. Si se pudiera decir: yo vieron subir la luna, o: nos me duele el fondo de los ojos, y sobre todo así: tú la mujer rubia eran las nubes que siguen corriendo delante de mis tus sus nuestrosvuestros sus rostros. Qué diablos.
Puestos a contar, si se pudiera ir a beber un bock por ahí y que la máquina siguiera sola (porque escribo a máquina), sería la perfección. Y no es un modo de decir. La perfección, sí, porque aquí el agujero que hay que contar es también una máquina (de otra especie, una Cóntax 1.1.2) y a lo mejor puede ser que una máquina sepa más de otra máquina que yo, tú, ella —la mujer rubia— y las nubes. Pero de tonto sólo tengo la suerte, y sé que si me voy, esta Rémington se quedará petrificada sobre la mesa con ese aire de doblemente quietas que tienen las cosas movibles cuando no se mueven. Entonces tengo que escribir. Uno de todos nosotros tiene que escribir, si es que esto va a ser contado. Mejor que sea yo que estoy muerto, que estoy menos comprometido que el resto; yo que no veo más que las nubes y puedo pensar sin distraerme, escribir sin distraerme (ahí pasa otra, con un borde gris) y acordarme sin distraerme, yo que estoy muerto (y vivo, no se trata de engañar a nadie, ya se verá cuando llegue el momento, porque de alguna manera tengo que arrancar y he empezado por esta punta, la de atrás, la del comienzo, que al fin y al cabo es la mejor de las puntas cuando se quiere contar algo).
Estos párrafos se encuentran en la misma línea de trabajo que muchos de los textos importantes de las vanguardias: el Ulises y el Finnegans Wake de Joyce, The Waste Land de T.S. Eliot, las novelas de Samuel Beckett, Trilce de Vallejo, La cantante calva de Ionesco, Las olas de Virginia Wolf, Altazor de Huidobro, En la masmédula de Oliverio Girondo, Pedro Páramo de Rulfo o Aura de Carlos Fuentes. ¿El lenguaje que utilizamos a diario realmente nos permite dar forma a la diversidad de experiencias subjetivas? El inicio del relato de Cortázar plantea una insuficiencia constitutiva de las personas gramaticales al momento de ser utilizadas de manera aislada. Cuándo hablo yo, ¿quién habla en realidad? ¿A quién hace alusión el “tú”? ¿Qué distancia ‘real’ existe entre lo mío y lo tuyo en términos discursivos? ¿Será la primera persona un uso solapado de la tercera o viceversa? A esto apuntan los enunciados aparentemente agramaticales del primer párrafo: “yo vieron subir la luna”, “nos me duele el fondo de los ojos” y “tú la mujer rubia eran las nubes que siguen corriendo delante de mis tus sus nuestrosvuestros sus rostros”. En cierto sentido, aquí se retoma la sentencia de Rimbaud según la cual “yo es otro”. Si bien a nivel gramatical no es posible emplear recursos de este tipo con asiduidad en un relato, lo cierto es que tal confusión de las personas gramaticales sí afecta los puntos de vista de la narración del relato al punto que es sumamente difícil determinar con claridad quién habla, a quién habla y sobre quiénes se habla. Por tal motivo, no habría diferencias nítidas entre narrador y personaje, que suele ser uno de los requisitos normativos de los relatos. Así como sucede con los heterónimos de Pessoa, en este texto el yo resulta ser una suerte de extraño para sí mismo. De esto se infiere una consecuencia radical en términos psicológicos: que la metacognición (es decir, la interpretación de los estados mentales de uno mismo) no es un proceso transparente, que mi más íntimo ser podría ser tan poco accesible para mí como la subjetividad del otro. En todo caso, de acuerdo con el fragmento, lo que sí se puede saber, es que siempre que sucede “algo raro” existe la necesidad de contar; lo que desata la narración es un “agujero”, un elemento de perturbación en el curso normal de las cosas. Pero tal “agujero” solo puede ser asido en el mismo proceso de contar. Por esta razón, las narraciones nunca pueden ser lineales y la coherencia no es un asunto establecido de antemano sino que obedecerá a las particulares formas de construcción del texto al interior de prácticas discursivas y sociales situadas. (Probablemente, la técnica narrativa de Cortázar en este ‘cuento’ se podría parecer más a las intervenciones de un paciente en un consultorio psicoanalítico tanto por las dislocaciones temporales como discursivas.)
Lo que nos proponen estos dos párrafos de Cortázar es que será siempre mucho más liberador para los sujetos abrirse hacia formas de decir y de narrar que intenten comprender la complejidad de la subjetividad humana antes que usos discursivos que nos fijen en estructuras en las que nuestros deseos, afectos y emociones se vean coercionados. En este sentido, considero que la escritura literaria nos abre hacia caminos en los que el lenguaje no se convierte en una cárcel para el encuentro con nosotros mismos y con los demás (aunque el lenguaje nunca pueda ser el terreno de la plena libertad individual).
En este sentido, considero crucial que la literatura pueda ser percibida como una forma de exploración de la palabra, de la imaginación, de la creación y de la experiencia humana desde la cual se pueden generar nuevos horizontes de sentido y estar –lo más que se pueda- en disposición de apertura frente a lo otro, a lo contingente, a lo inestable y a lo fugaz. Este impulso a la interrogación permanente y a la imaginación creativa propio de la escritura literaria puede permitirnos generar nuevas sensibilidades frente a uno mismo y a los demás y, por consiguiente podría ser la posibilidad de generar otro tipo de vínculos humanos.
