Los escándalos de acoso sexual en Hollywood han generado una serie de demandas para dejar de ver las películas de los acusados, tanto cineastas, productores y actores. Petición válida pero que cae en un censura atroz. ¿Podemos ver los trabajos de la misma manera? Claro que no, pero debe primar el derecho de exhibición y el derecho del cinéfilo y espectador a ver todo tipo de cine, sin limitaciones.
Hace algunos días colectivos feministas pidieron la renuncia del director de la Cinemateca Francesa por haber programado ciclos sobre la obra de dos cineastas polémicos: el polaco Roman Polanski y el francés Jean-Claude Brisseau. Es más popular el caso de Polanski, quien siempre evadió la justicia y no cumplió condena alguna debido a acusaciones de delitos sexuales, mientras Brisseau fue condenado en 2005 por el Tribunal Penal de París a un año de prisión suspendida y pagar una multa de 15.000 euros por acoso sexual a dos actrices. Ambos muchas veces enardecidos en su lado maldito (Polanski nunca deja de aparecer en festivales y homenajes), pero siempre revitalizados de alguna manera por sus aportes a la historia del cine (Polanski con sus famosos films Repulsión, El Inquilino o El bebé de Rosemary, o Brisseau con sus propuestas pequeñas pero importantes sobre un tipo de esencialismo en el panorama del cine de su país, como La fille de nulle part).
El pedido de los colectivos se ampara en que se estaría normalizando las acciones misóginas, machistas y delincuenciales de estos cineastas dándole cabidas en entes institucionales, como lo es una cinemateca, más aún cuando se trata de uno de los espacios de exhibición y rescate más importantes del mundo. Es innegable la lucha emprendida por la defensa de los derechos de las mujeres, para que estos delitos de violencia y acoso sexuales sean visibilizados, pero sobre todo condenados legalmente, y que no se siga pasando por agua tibia: la protesta es legítima y democrática. Sin embargo, limitar la difusión de este tipo de trabajos por el currículum vitae moral de sus autores sí me parece cuestionable, en la medida que no permiten precisamente el debate, y no permiten la contextualización y el diálogo real sobre los motivos representacionales (por ejemplo, en el caso de Brisseau sobre lo femenino es inevitable), que sí me dan luces sobre la obra y la ideología de quien la construye. Pero sobre todo porque no se puede caer en una “cacería de obras”, en una exigencia de cineastas y creadores de apostolado, lo que limita la exhibición de una obra y se estaría institucionalizando una espectacularización de la censura.
¿Puede la Cinemateca Francesa hacer ciclos sobre otra gente? Sí. ¿Puede el programador tener en cuenta la hoja de vida personal del cineasta al momento de seleccionar la muestra? De hecho, y respondería a una línea editorial clara. ¿Puede el mundo olvidar a Polanski? Sí. ¿Podemos olvidar El Inquilino y tirarla en un bote de basura por las acusaciones? No. ¿Tienen derecho de estas películas a ser mostradas? Sí. Y también hay un derecho de visionado en buenas condiciones, y un deber de verlas, sin prejuicios.
Con las denuncias contra Harvey Weinstein y Kevin Spacey se afirma un sentido común de que las obras quedan mancilladas por estas acciones a todas luces condenables. Luego del escándalo, es inevitable asociar a Keyser Söze en Los sospechosos comunes con la persona real que es Spacey. También, por ejemplo, a inicios de año se increpó el Oscar dado a Casey Affleck, puesto que rondaban en medios de prensa acusaciones en su contra por abuso y que darle un premio ponía bajo la alfombra el caso. El problema no es su actuación en Manchester by the Sea, sino que a pesar de estas denuncias se le siga contratando en Hollywood como si nada.
Hace poco falleció el actor argentino Federico Luppi y se cuestionó en redes sociales los sentidos pésames y la calidad de su trabajo en películas capitales del cine de la región debido a su fama de maltratador casero. Prima la persona antes que el personaje que encarnó. Hay un pedido a gritos por censurar y mellar las obras, las actuaciones, las producciones, donde estos personajes hayan participado, lo cual puede ser respetable pero no para un cinéfilo, crítico o un investigador del cine, puesto que el valor de las obras escapan a la nota roja de esos contextos o son un componente a tener en cuenta sí, pero no definen el valor de un film. ¿Debe el artista, cineasta, creador o creadora ser un santo o santa? ¿Su película se convierte en obra valiosa, en obra maestra, solo porque es un buen ciudadano, paga impuestos y no es machista? ¿La película de una cineasta es mejor porque es maternal, no va a fiestas y porque apoya causas benéficas? ¿Deberíamos disociar al artista de la obra?
Debates similares se han desatado sobre el tema de maltrato animal, tanto que muchas producciones enfatizan que no ha habido mal uso de mascotas en los rodajes, sin embargo hay decenas de películas donde las escenas se sostienen en el desollamiento de animales en planos secuencias, y para poner un ejemplo pienso desde Le Cochon de Jean Eusctache hasta la argentina Los Muertos de Lisandro Alonso y la peruana Wiñaypacha de Oscar Catacora. ¿Estas escenas invalidan la apuesta estética de los films? O usando un poco de ironía, ¿una película de un cineasta vegetariano o vegano sería mejor con la humanidad que una película de un cineasta carnívoro? ¿Es un tema que no se puede comparar con el tema de acosadores sexuales haciendo cine?
No es solo un asunto de conciencias atentar con el derecho a exhibir y del derecho a ver de los otros, o que podamos dejar de ver un cine que afecte nuestras creencias y modos de entender y construir sentidos y que eso lo hagamos un mandato. No es lo mismo decir que Tarantino es violento que afirmar que sus películas también lo son. No es lo mismo ver representaciones de rituales de sangre y muerte en films de Terence Fisher que afirmar que al cineasta le faltaba un tornillo por eso, motivo suficiente para dejar de ver sus films. Hay una confusión que nos vuelve un poco a épocas cavernarias, de censuras a la inversa, como aquel episodio de la policía garantizando el derecho de los espectadores a ver La última tentación de Cristo ante manifestaciones de fundamentalistas en la puerta de los cines.
¿Podemos ver la obra de Woody Allen sin pensar que fue hecha por alguien que abusaba de su hija? ¿Podemos ver Aguirre, la ira de Dios sin pensar en las denuncias de abuso hechas por la hija de Klaus Kinski? ¿Qué pasa con las películas de Lars von Trier luego de que Björk dejara entrever que al cineasta le gustaba manosear a las actrices en los rodajes? ¿Se trata de tolerancia? En definitiva son situaciones de náusea y decadencia, y que cambian la perspectiva de los modos de producción, donde el tema de poder y machismo en la industria, e incluso dentro del cine más independiente y de bajo presupuesto afloran, con circuitos de poder con los que hay que lidiar y denunciar, ¿pero las películas se manchan de por vida por este tema? La probidad moral y la corrección política no deberían ser parte de los juicios de valor para ajusticiar un film. Es como si de pronto volviéramos a los debates de inicios del siglo pasado que señalaban al cine como el gran culpable de la transformación de los “grandes valores” sociales, que afectaban las buenas costumbres y trastornaban la ingenuidad de la infancia y niñez. Lo interesante de estos gritos que piden la muerte de determinados films en la actualidad, es que ya no se están cuestionando los temas de las películas, sus representaciones, su exacerbación de la miseria, la cosificación de las mujeres, los estereotipos o prejuicios sociales, sino a las personas que las hicieron y sus delitos. Dejemos entonces de leer testimonios de criminales y sus adaptaciones al cine. Dejemos de ver Mindhunter porque el 80% de la serie se basa en testimonios reales de asesinos seriales que culpan a sus madres de sus crímenes. Mañana me dará náuseas haber visto alguna vez una película de James Benning sobre un diario de Unabomber porque le da voz a un asesino. Pues, no.
Aflora con fuerza un asunto de probidad moral en el momento de valorar los films, lo cual es válido pero perjudicial. Dejemos este tema, las falacia ad hominem, para los ajusticiamientos de las redes sociales, pero dejemos a las películas existir, sin censuras. Ellas hablan por sí mismas.