Resumen
Este texto es una respuesta diferida a la pregunta de un muy querido alumno de la Universidad Ruiz de Montoya. Me interesa reflexionar sobre la apuesta ética, estética e impolítica de mi práctica docente tanto dentro como fuera del aula. Procuraré explorar la propuesta de que un profesor (de repente no solo de literatura) es quien llama hacia un deseo de saber, es quien da la posibilidad de que el otro abrace sus búsquedas, sus rumbos hacia el armazón de una imaginación radical y creadora y un pensamiento crítico y autónomo. Estoy convencido –a estas alturas de mi vida- de que esta labor pasa por el amor, entendido como aquel vínculo urdido sobre la gratuidad del don (aunque, de pronto, todo dar sea imposible).
A M.A.P.
Hace algunos meses un perspicaz estudiante de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya que ha llevado un curso de literatura conmigo y con quien comparto frecuentemente removedoras conversaciones me hizo esta pregunta tras una serie de interrogantes previas acerca de mi vocación y práctica docentes: ¿¿Profesor Arturo, ¿qué es para usted un profesor de literatura,? ¿Cómo se define desde esa posición?”. Curiosamente nunca nadie me la había hecho antes. Creo que tampoco me la había formulado yo para mí mismo, con esa contundencia, a pesar de que amo lo que hago en los procesos de enseñanza y aprendizaje de la literatura con jóvenes. Este artículo es una nueva respuesta escrita –más larga y pensada que la de aquella ocasión- no solo para mi alumno sino para mí mismo. Me respondo respondiéndole: ¿qué soy, qué deseo, qué busco como profesor de literatura?
En principio, diría que lo que intento hacer desde ese lugar, lo que aspiro a hacer, es una invitación. Una invitación hacia otras formas del decir, del pensar, del escribir, del imaginar. Lo que me interesa es que podamos subir hacia atrás la escalera juntos. Me acuerdo siempre de este breve texto de Cortázar: “Más sobre escaleras” en Último round, de 1969. Una operación aparentemente muy simple y muy trivial: hacer lo inverso de aquello que usualmente hacemos de modo absolutamente automático, funcional, adultocéntrico. En su texto, Cortázar escribe que subir una escalera al revés nos posibilita el darnos a lo otro y que eso puede provocar incluso vértigo. Es eso lo que busco siempre cuando guío a un grupo de estudiantes cada vez que nos ponemos frente a una novela de Dostoievski, un cuento de Borges o un poema de Pessoa: desbordarnos de la hipnótica sucesión de lo mismo. ¿A dónde nos llevan las palabras de tal texto o tal otro? ¿A dónde nos llevan sus imágenes? ¿Cómo somos llevados por ellas? O ¿nos llevan a algún lado? ¿Deberían llevarnos?
Leo con un alumno o alumna un poema de Watanabe, por ejemplo, y no sé exactamente hacia dónde vamos. Quiero que vayamos juntos a las derivas, que nos lancemos a la deriva juntos, o que él o ella me lleve hacia su perderse, hacia su encuentro y desencuentro con ese poema, con ese relato, con esa novela, con esa pieza teatral. Nos abrimos al juego, a eso que nos permite que no solo haya paredes sino ventanas, pasillos, escaleras y tragaluces.
Mi propósito es invitar a los alumnos a que exploren otras formas en que la condición humana puede ser percibida y entendida. Es preciso que arrojemos al traste esa hermenéutica neoliberal light según la cual todo texto literario debería ser comprendido bajo la moraleja del espíritu de superación. Para muchos estudiantes -por influencia de algún edificante profesor de escuela seguramente- las obras literarias nos enseñarían que la vida es difícil y de lo que se trataría es de aprender a superar los obstáculos, los problemas, para ‘salir adelante’ y ser felices. No hay lectura más reduccionista que esta. En primer lugar, la buena literatura no está para dar consejos a nadie. Sería muy arrogante por parte del escritor atribuirse una especie de superioridad moral frente a los lectores. En segundo lugar, no tiene ningún sentido creer que todos los textos literarios se pueden reducir a un par de líneas. Imagínense que finalmente todo Crimen y castigo se redujera a tal moraleja. En tal caso, no haría falta leer todas las páginas de la novela y casi que de frente solo tendríamos que leer y releer mil veces la dichosa frasecita; si se tuviera que ser consecuente con tal lectura, deberíamos dejar de leer texto alguno. En tercer lugar, ¿de qué hablamos cuando hablamos de la ‘vida’ en estos casos? Más aún, si se supiera un poco acerca de qué es esa vaga noción de vida, sería una grosera mutilación y simplificación de la existencia humana suponerla como transparente, armónica y estable. Lo que me interesa como profesor de literatura es, entre otras cosas, ayudar a los alumnos a que se deshagan de esta grosera simplificación. Felizmente la buena literatura nos lleva cuestionar radicalmente la existencia de un mundo autocomplaciente, hiperedulcorado y unidimensional.
Desde un punto de vista más institucional, considero que, en cualquier espacio educativo, un profesor de literatura debería cuestionar severamente la actual hegemonía de la evaluación y de la medición. Para decirlo en términos del maestro Oogway en Kung Fu Panda 1: para invitar a la pasión crítica y creativa por la literatura es preciso vencer la ilusión del control. Es decir, como profesor, no puedo mandar sobre los procesos de búsquedas y hallazgos de los alumnos. Casi siempre cuando converso sobre este tema con mis colegas les digo que yo no tengo vocación de policía sino de docente. ¿Qué sentido tiene rendir evaluaciones en el aula con un profesor-guardián evitando que los alumnos interactúen? ¿Por qué la interacción de los estudiantes durante una evaluación está radicalmente prohibida? ¿No es acaso evidente para los alumnos que esa práctica docente solo sirve para engordar la posición de poder del profesor en el aula pero en realidad no tiene ningún correlato en los procesos de aprendizaje de los participantes de la interacción pedagógica? Se supone que autores como Kafka, Baudelaire, Basho o Jayyam nos invitan a una existencia sin regímenes de vigilancia o de sistemas articulados a partir de la lógica de los premios y los castigos. ¿Acaso no es finalmente una nota alta un premio y una nota baja un castigo que condiciona al alumno a que no estudie por el gozo de leer y reflexionar sino porque habría una recompensa pretendidamente más importante vinculada con la comparación cuantitativa entre todos los alumnos por saber en el fondo quién la tiene más grande?. El que obtuvo 20 debería sentirse una suerte de Príapo del ‘rendimiento académico’. En esa dinámica de sujeción al a sociedad del rendimiento lo único ausente es el deseo y el amor por el saber, por el conocimiento y la sabiduría. ¿Cómo se puede disfrutar de Rulfo, Shakespeare o Whitman desde tan opresivo régimen disciplinario, de normalización?
La literatura –sobre todo, la mejor- aporta la enorme posibilidad de que puede indagar en las más hondas problemáticas existenciales humanas a partir de la indagación en la singularidad de los sujetos (y sus objetos de deseo). Por tal razón, un profesor de literatura es aquel que permite descubrir a los alumnos que el slogan de que la vida es bella puede ser una de las mayores farsas y emboscadas del poder o de la estupidez. La vida puede ser bella, sí, pero también puede ser un absoluto desastre, de desasosiego en desasosiego, de malestar en malestar. No obstante, al mismo tiempo la vida puede estar atravesada por la potencia creadora de los individuos y de los grupos, por el encuentro con lo otro, con lo nuevo y con lo diferente. Un profesor de literatura puede invitar a un alumno o alumna a que descubra sus desencantos y desesperanzas pero también su alegría de vivir con otros y su desesperado –y a veces estéril pero deseo intenso al final de cuentas- de ser feliz (o aunque sea de no ser tan infeliz). Un profesor de literatura debería permitir al alumno a que se abra a la experiencia de lo paradójico, convocarle a la apertura incesante a lo otro -aunque eso nos pueda dar miedo, aunque eso pueda ser peligroso-. Un profesor de literatura debería enseñar a sus alumnos y alumnas a que leer y escribir literatura resultan ser juegos provocadores, interpeladores, que valen la pena ser jugados, con los que nos afincamos en nuestra condición de seres de amor y de soledad. Sí, la soledad, siempre la soledad, como requisito para una vida en común también paradójica, en la que fantasías individualistas ni abstracciones colectivistas aplasten jamás a los sujetos singulares y a los delgados y tensos vínculos con los que se enlazan.
Lo que mi experiencia como profesor de literatura me ha enseñado es que las verdades sobre tal autor o tal libro van emergiendo sucesivamente, como en idas y vueltas, en torno a reflexiones solitarias y conversaciones. De pronto de lo que se trata es de evidenciar es que en esos encuentros y desencuentros entre nosotros, o entre nosotros y los textos, andamos acompañadamente solos, juntos y separados, cerca y lejos al mismo tiempo, que no sabemos muy bien qué es lo que dice el otro, pero que lo que él o ella dice me resuena y me lleva a reconocerme y desconocerme en lo que dice, en lo que digo y eso me empuja también a hablar más sobre ese poema, sobre ese cuento o sobre esa novela, a bordearlo, a acariciar sus detalles con mis palabras y mis pensamientos, consciente de que toda empresa interpretativa es imposible o es un fracaso.
¿Cómo hacer el amor con los textos? ¿Cómo dejarse amar corporal e intelectualmente con los textos? Eso es lo que me interesa proponer todas las semanas a mis estudiantes. No sé si lo logre, pero ando también en mis propias búsquedas, en mis propios callejones sin salida y en mis propias iluminaciones. Comparto mi modo de leer, de sentir, de pensar, de descolocarme y recolocarme quién sabe dónde cuando deletreo, analizo e indago un texto literario. Es más, ni siquiera tengo la certeza de qué es la literatura, de cuál podría ser su “verdadero” límite con la filosofía, las ciencia sociales y el psicoanálisis. Lo importante es que esa escritura que llamamos literatura -a falta de mejor término- nos desubica de las certezas y nos permite habitar nuevos lugares simbólicos en los que disfrutamos de esa tensa convivencia entre dicha y desdicha. Lo previsto y lo imprevisto en tensión. La certeza y la incertidumbre siempre en tensión. La utopía y el desencanto siempre en tensión. La posibilidad y lo imposible siempre en tensión. No hay lo resuelto y, sin embargo, hay algunas provisorias, precarias y persistentes afirmaciones y preguntas. Expongo mi fragilidad ante la fragilidad del estudiante. Le oriento a que no huya de la suya entre las palabras y las imágenes. Somos flujo verbal y narrativo y a la vez somos otra cosa que nunca sabremos muy bien qué es. Busco que ellos busquen. Busco en mis bosques, en sus bosques y en otros lugares.
De hecho están los que no se deciden, los que se resisten. Con ellos me siento a conversar y a conversar para permitir que advenga el hallazgo de la otredad cuando exploren la literatura. Si no lo hacen en el tiempo administrativamente establecido por el sistema educativo, sé que podríamos trabajar en su ritmo, otro ritmo. Sin duda, nuestros ritmos siempre son otros ritmos, porque se trata de tiempos diversos, heterogéneos entre sí. Hay quienes aparentemente lo rechazan todo. No creo que eso sea muy cierto. Algún efecto habrá sobre ese otro que es el alumno (siempre y cuando me haya permitido ser su maestro en lo más hondo de su espíritu); de lo contrario, no podría funcionar el lazo amoroso entre profesor y estudiante.
Hay que descolocar más la figura del profesor como la de aquel que sabe y enseña lo que sabe. Cada vez estoy más persuadido de lo que Jacques Ranciere afirma en El maestro ignorante: el maestro emancipador enseña lo que ignora. Y eso me importa sobremanera. No intento atontar a los estudiantes para que sean espectadores de algún regodeo narcisista mío. Quiero que ellos puedan advenir y devenir, desde la lectura comprometida y emancipatoria de la escritura literaria.
Ser un profesor de literatura es como lanzar una botella al mar. No se sabe dónde llegará en verdad. O peor no se tiene la seguridad de si el mensaje será leído. En todo caso, la idea es hacer con los alumnos ejercicio permanente de desconstrucción con todo, con todos, sin pretender saberlo todo, sin la creencia d que existen inteligencias superiores o inferiores. El profesor no es superior al alumno y viceversa. En este sentido, mi compromiso existencial con la docencia es impolítico: si –como asevera Roberto Esposito en Confines de lo político– la política está vinculada al orden y a la representación, a la reducción a lo uno, a la unidad anclada en el telos y el arché; por el contrario, lo impolítico se relaciona con el conflicto y lo irrepresentable, la finitud de la existencia, la heterogeneidad constitutiva de lo real, el escollo que lo múltiple coloca a lo uno. Ser profesor de literatura es, entonces, una de las formas en que apuesto por emprender proyectos impolíticos de aprendizaje y emancipación intelectual con los otros (y conmigo mismo en tanto otro).