*
El año pasado estuve en la ciudad de Arles, Francia, donde pasé algunos meses realizando un proyecto fotográfico. El primer día hice lo que suelo hacer al llegar a una ciudad desconocida: caminar sin rumbo. Después de algunas horas deambulando entre calles y pequeñas plazas, me topé con la oficina de información del festival de fotografía de Arles (Les rencontres de la photographie). Mi sorpresa fue grande, y feliz, pues aún quedaban 4 días antes del cierre definitivo del festival (por alguna extraña razón estaba convencido de que ya había finalizado).
Lo más interesante sucedió a pocos metros de aquel lugar: me encontré con una exposición colectiva comisariada por Erik Kessels titulada “Perfectas imperfecciones. El arte de abrazar el azar y los errores” que agrupaba el trabajo de 17 artistas, entre los que destacan nombres como Joan Fontcuberta y Joachim Schmidt (esta exhibición dialoga con el libro «Failed it!» publicado también por Kessels). Las propuestas, distribuidas en varias habitaciones de un viejo edificio eran, principalmente, fotográficas, aunque también había vídeos e instalaciones. De esta forma, a través de la deriva –una forma “azarosa” de desplazarse por la ciudad y, por ello, plagada de “errores”– llegué a una exhibición que me pareció una re-presentación de la experiencia vital que estaba atravesando. Fue como si mi existencia se desdoblase en un acto reflexivo tomándose a sí misma como objeto de pensamiento a través de la mediatización de aquel universo de imágenes.
**
Una exhibición con propuestas tan disímiles y complejas puede leerse de muchas maneras. Los «cortes» interpretativos que podemos realizar sobre este universo heterogéneo son prácticamente inagotables. Por ello, en lo que sigue me gustaría desarrollar solamente una línea de exploración en torno a la noción de “paradoja”. El título, perfectas imperfecciones, es, de entrada, una señal de ello. Me parece que la idea de lo paradójico se puede encontrar, por lo menos, de cuatro formas diferentes en la exhibición: tres de ellas son inherentes a los trabajos; la restante, es un efecto de estos. Antes de analizar estas paradojas, me gustaría dar un paso hacia a atrás para explicar por qué considero pertinente este concepto para penetrar en la propuesta de Kessels.
Normalmente asociamos las paradojas con las contradicciones; incluso en muchas ocasiones, en el uso cotidiano de la lengua, las tomamos como sinónimos. Sin embargo, una paradoja, en sentido estricto, no es una contradicción lógica. Si bien es muy común usar el término paradoja en este sentido, me gustaría darle un significado (y un uso) más próximos a su definición etimológica. “Paradoja” viene de los vocablos griegos “para” y “doxa”. “Para” se traduce por “contrario a”; “doxa”, por “opinión”. Esté último término carga con el peso de una tradición filosófica muy rica. Fue ampliamente utilizado por Platón para describir la condición epistemológica, moral y pedagógica en la que vivían las personas que se hallaban alejadas de la verdad y el conocimiento. El hombre de la opinión –quien mora en el fondo de la caverna–, vive dominado por sombras y apariencias, sometido a falsas creencias y prejuicios. Lo que hace peligrosa esta condición, en términos éticos, pero sobre todo políticos, según piensa Platón, es que la opinión no es cosa de unos pocos, una condición aislada que se puede detectar, diagnosticar y, con suerte, curar. Por el contrario, constituye un falso saber generalizado, un mal endémico que ataca a toda la sociedad. La opinión no es otra cosa que el famoso «sentido común». La perversión del término radica en que, debido a su diseminación y naturalización, es interpretado de forma positiva, como si vivir en medio de los prejuicios que dominan la sociedad fuese lo normal e, incluso, lo ideal. Detegámonos brevemente en este concepto.
Por un lado, lo “común” alude a algo compartido intersubjetivamente, a una experiencia y una realidad colectivas que trascienden las vivencias individuales. Por otro lado, «sentido”, se debe entender aquí por lo menos de cuatro formas diferentes, pero complementarias. En primer lugar, alude a la sensación (como facultad), a la afección (como acción) y al sentimiento (como efecto), es decir, a una especie de “empatía colectiva”. Todos sentimos “lo mismo”. En segundo lugar, se toma como sinónimo de significado. Muchas veces preguntamos “¿cuál es el sentido de esa palabra?” cuando queremos saber su significado. Así, cuando algo (una palabra, una frase, una persona, un hecho) se presenta a nosotros de forma racional y, por tanto, inteligible y comunicable, decimos que “tiene sentido”. Así, “sentido común” se refiere también a un conjunto de significados compartidos por un determinado grupo humano sobre cómo es el mundo. En tercer lugar, “sentido” se identifica con la idea de “objetivo”. Expresa así un para qué, una finalidad. Más de una vez nos hemos preguntado, por ejemplo, “¿cuál es el sentido de hacer ejercicio?” queriendo decir con ello “¿para qué lo hacemos?”, “¿qué esperamos lograr?”, “¿a dónde queremos llegar?”. De tal forma, por “sentido común” se entiende también una meta compartida por una colectividad que le ofrece dirección a sus actividades cotidianas. Finalmente, hay una acepción del término que, de alguna manera, engloba a los tres anteriores. Me refiero a lo que entendemos por «sentido» en expresiones como el “sentido de la vida”, “este trabajo no tiene sentido” o “necesito encontrar el sentido de lo que hago”. En estos ejemplos, el término “sentido” implica más que una finalidad, un significado o un sentimiento; refiere a un fundamento trascendental que le otorga consistencia a cada una de las dimensiones de la existencia.
Vemos, pues, que el sentido común, o la opinión, constituye un elemento de cohesión fundamental en una comunidad. Por ello, cada vez que alguien pone en cuestión el sentido común, dominante por definición, comete una acción explícitamente transgresora, incluso subversiva, pues pone en peligro las estructuras que sostienen dicha comunidad.
Después de este recorrido etimológico y semántico, ¿qué es, pues, una paradoja? Como el análisis nos ha mostrado, es “lo que está en contra del sentido común”. Lo paradójico se presenta así como “algo” que no solo se aparta del sentido establecido (en el cuádruple sentido antes detallado), como lo podría hacer lo perverso, entendido como la desviación de los fines esenciales, naturales de algo (cfr. Freud); o como lo podría hacer la subversión, entendida como la inversión del estado de cosas dominante (cfr. Marx); lo paradójico, más bien, se aproxima a eso que Nietzsche llamaba lo intempestivo: lo que está en contra del tiempo presente y, de ser posible, a favor de un tiempo futuro. Sin embargo, no hay que entender este “estar en contra de” como parte de un movimiento dialéctico (cfr. Hegel). La dialéctica se desarrolla a partir de una estructura pre-determinada. En ese sentido, se “sabe”, al menos idealmente, qué es lo que vendrá luego de cada oposición: el momento posterior surgido de la contradicción dialéctica está contenido potencialmente en los momentos antagónicos previos. Por ello, en sentido estricto, no hay creación ni divergencia; solo las actualizaciones de una esencia pre-existente. Si no es dialéctica, ¿en qué radica la oposición de la paradoja? Siguiendo la definición de lo intempestivo, lo que singulariza a la paradoja es aquello que sigue a la oposición al tiempo presente: la posibilidad (no la necesidad), es decir, la indeterminación (no la determinación). Esta diferencia genera varias conclusiones importantes, entre las que vale la pena destacar el carácter “abierto” del futuro (del tiempo) que le sigue a la irrupción de lo paradójico.
A partir de lo dicho, se podría identificar lo paradójico con el acontecimiento. Esto es, con la emergencia de un evento no previsto dadas las condiciones que determinan el “sentido común” imperante en el presente. Un acontecimiento que interrumpe el curso normal de las cosas, que agrieta las estructuras establecidas, que torna inútiles nuestras predicciones, que desarma nuestros planes, que falsea nuestras certezas, que horada nuestros fundamentos, en fin, que hace estallar nuestras «respetables opiniones”. Frente a un acontecimiento, el cuádruple sentido de “sentido común” se convierte en un sin-sentido: lo “sentido” se singulariza, la vivencia se hace más personal y privada que antes; el “sentido” de la realidad se pierde, por ello ante un acontecimiento tendemos a preguntarnos ¿qué significa esto? Nuestra capacidad para hallar significados comunes que llenen nuestros significantes se ve reducida a su mínima expresión. El “sentido” como finalidad se hace difuso. ¿Hacia dónde vamos? Y ahora, ¿qué haremos? No hay un camino trazado, menos aún una meta a partir de la cual organizar nuestra existencia. Así, finalmente, la existencia queda vaciada completamente de sentido. Por todo esto, frente a un acontecimiento, siempre inesperado, pareciera que no hay nada más que decir, pero, al mismo tiempo, se hace urgente decir algo porque, aunque suene paradójico, aún queda todo por decir. No hay nada que decir porque las palabras, y las cosas a las que refieren, se han vaciado; porque los afectos se han encapsulado; y porque no hay ningún lugar al cual ir. Queda todo por decir, sin embargo, y es urgente hacerlo, porque nos enfrentamos al instante crítico en el que está abierta la posibilidad de rehacer el orden del mundo (o sucumbir ante el caos surgido del desborde del sentido común).
Y es ante esta disyuntiva que la paradoja muestra su máxima potencia, su aspecto positivo (si es que hasta ahora solo había sido vista como un gesto negativo). La situación paradójica nos obliga a crear, a producir, sobre las ruinas del sentido común erosionado. Es por esto que Nietzsche veía en el intempestivo al hombre creador por excelencia, al filósofo del futuro. Tras la paradoja se impone, entonces, el alumbramiento de un nuevo sentido para el mundo.
***
Volvamos sobre la exhibición que nos ha traído hasta acá. Había dicho que en ella podíamos hallar al menos cuatro experiencias paradójicas: 1. la paradoja tecnológica, 2. la paradoja del referente, 3. la paradoja de la imagen y 4. la paradoja existencial.
La paradoja tecnológica se hace presente en el uso que algunos de los artistas de la exhibición hacen del dispositivo fotográfico. Siguiendo la línea crítica, política, de Vilém Flusser en Hacia una filosofía de la fotografía, ellos buscan ir más allá del uso normal, común, del programa del aparato fotográfico, expandiendo así sus posibilidades de representación del mundo, ampliando el rango de producción de imágenes. Gracias a ello, expanden el espectro de lo visible, ofreciéndonos visiones (parcialmente) inéditas y, por tanto, enriqueciendo las ocasiones para activar el pensamiento. En esta categoría podemos rescatar el trabajo de Joachim Schmid, Violet, quien utiliza una cámara digital Canon que, antes de “morir”, produjo imágenes viradas completamente hacia el color violeta, con un flou fuera de lo común, y des-figuradas en algunos sectores. Estas fallas técnicas, en vez de convertirse en motivo para desechar el aparato, como haría cualquier persona en su “sano juicio”, se convierten en manos de Schmid en la ocasión perfecta para crear una “poética visual” singular y profunda, al decir de Kessels. Las imágenes son presentadas en cajas de luz de 15 x 20 cm aproximadamente, formando una especie de pirámide. Otro ejemplo interesante es el de Timm Ulrichs, quien en la serie Landscapes Epiphanies convierte negativos desechados en imágenes poéticas, cargadas de color y vitalidad, en camino a la abstracción, pero que aún se aferran a la realidad, aunque en este caso sea solo un referente imaginario, al evocar en nosotros paisajes fantasmáticos. El método constructivo de Ulrichs es simple: se basa, como Schmid, en hallar una potencia creativa en un objeto que hubiera sido normalmente desechado: la primera fotografía de un rollo de 35mm. Esa primera captura, que en realidad es la foto #0, porque siempre los fabricantes asumen que va a perderse y por ello no la contabilizan en el rollo, tiende a estar mal expuesta, a medias, generando una línea divisoria horizontal, paisajística, que divide la película en dos zonas (una opaca y otra translucida), produciendo la sensación cielo/tierra en el espectador. Ulrichs no solo ha usado una imagen malograda debido a un error humano; su acto es más crítico: ha usado una foto que, por naturaleza, está descartada, que tiene como destino ser un resto o residuo. Ulrichs ha hecho de este “monstruo” el origen de una bella descendencia. El acto paradójico se convierte no solo en fuente de re-significación sino también de belleza.
El segundo tipo de paradoja, la del referente, tiene una naturaleza muy diferente. En estos casos el dispositivo fotográfico ha sido usado de acuerdo a su programa establecido. Todas las imágenes que conforman este conjunto son fotografías directas (straight photography), es decir, imágenes que se producen a partir del aprovechamiento máximo de las cualidades básicas del aparato fotográfico, esto es, aquellas vinculadas a su carácter maquínico y, por tanto, objetivo. Por ello, son imágenes-documento, transparentes en el sentido más fuerte del término. Son tautológicas, según la clasificación de Didi-Huberman: “lo que ves es lo que es”, parecen decirnos. Además, son fotografías que se construyen estéticamente siguiendo, de alguna manera, los principios del fotoperiodismo, de la fotografía callejera y del snapshot, es decir, a partir de parámetros que nos invitan a pensar que lo que vemos en ellas es un estado de cosas efectivamente existente y veraz, algo con lo que podemos toparnos en cualquier esquina. Y lo sorprendente es que, por más extrañas y bizarras que parezcan estas imágenes, en realidad son «absolutamente auténticas». No hay manipulación en post-producción ni puesta en escena; no hay ningún tipo de ficcionalización.
En estos casos lo que se opone al sentido común radica en el referente representado, en la realidad externa. El trabajo de André Thijssen, titulado Fringe Phenomena, por ejemplo, registra serendipias, encuentros inesperados, azarosos, con hechos u objetos tan singulares que rompen completamente con el sentido común. Hay humor e ironía en sus fotografías. Es imposible no esbozar una sonrisa mientras uno las observa. La mayoría son imágenes de objetos o símbolos de uso cotidiano: señales de tránsito, vallas publicitarias, pistas, postes, etcétera, que llevan en sí una “inquietante extrañeza”, para usar la expresión de Freud, producto de errores o torpezas. Por ejemplo, un poste instalado sobre una figura humana en el piso. Son paradojas producidas por la intervención humana sobre la realidad. Otro caso interesante es el de la artista Heike Bollig, Erreurs de Fabrication, quien nos muestra, a través de un vídeo, objetos de uso cotidiano sobre un fondo blanco (como un catalogo). Lo particular de estos objetos es que todos ellos tienen algún error «de fábrica”; no es la mano humana la que ha cometido la torpeza, la que produjo la paradoja, sino, una máquina. Aquí la paradoja se redobla, pues es la máquina, específicamente en su producción industrial serializada, es decir, en la producción de objetos idénticos, solo numéricamente distinguibles, la que se equivoca. Así se producen, una vez más, pequeños monstruos que nos indican que las cosas no son como “deberían” ser.
El tercer tipo de paradojas presente en la exhibición son las que se encuentran en la imagen misma. Aquí, lo que contraría el sentido común no está ni en el dispositivo ni en la realidad, sino en el proceso de construcción de la imagen. La representación fotográfica, tal y como ha sido elaborada, a partir de una serie de decisiones conscientes del fotógrafo, produce la paradoja. Se podría decir, ya que la imagen como representación visual de un fragmento del mundo, existe antes de su materialización en un soporte, ya sea analógico o digital, que esta es también una paradoja del ojo que ve y, por extensión, del cuerpo que siente y piensa. En este caso es ejemplar el trabajo de Daniel Eatock, Arbres Vandalisés et réorientés, quien realiza imágenes de árboles en la ciudad muy simples y aparentemente directas, pero que, gracias a pequeñas decisiones formales (particularmente el encuadre elegido) producen una ruptura con la manera común de mirar. La paradoja reside en cómo este decide ver y hacernos ver una realidad específica. Se podría decir que en este caso el artista produce el acontecimiento y que nos empuja, en tanto espectadores, hacia él.
Otro ejemplo en esta misma categoría es la propuesta de Ruth Van Beek, Ceux qui levitent, un conjunto de imágenes construidas a partir de fotografías de animales que recoge de la calle, es decir, deshechadas, vaciadas de sentido, imágenes que encuentra por azar, y que transforma artesanalmente utilizando un método constructivo que puede asemejarse al origami. De tal forma, a través del plegado del papel de la fotografía sobre sí mismo, produce nuevas formas, fantásticas, para estos inocentes animales. Es el artista, a través de un trabajo manual-óptico, quien nos empuja hacia la paradoja.
Finalmente, la última categoría: la paradoja existencial. Esta no se refiere directamente al universo de las imágenes que conforman la exposición, sino a lo que ellas hacen con nosotros. Y es esto, pienso, lo más relevante de esta exhibición: lo que las imágenes dejan en los espectadores. En otro artículo de este blog he hablado del «pensamiento de las imágenes«. Ahí afirmaba que una imagen piensa (es pensativa) cuando tiene la potencia de darnos a pensar. Y esto no sucede cuando decidimos, de forma consciente y voluntaria, desplegar una reflexión intelectual sobre una imagen o un conjunto de ellas. Cuando tomamos a las imágenes como nuestro «objeto de estudio» no las pensamos. Las pensamos, más bien, cuando ellas nos toman por asalto, cuando debido a sus propias cualidades estéticas nos «chocan», para usar la expresión de Deleuze, forzándonos a ver en la imagen mucho más que una simple fotografía; mucho más que una ventana transparente que nos dirige hacia un hecho del mundo adecuadamente representado. Las imágenes nos dan a pensar (y de acá que el pensamiento auténtico sea un «don») cuando aparecen ante nosotros opacas, convertidas en signos (como jeroglíficos por descifrar, decía Deleuze) y ya no como objetos cualificados verídicamente. En esta situación las imágenes se substraen a cualquier sentido dado, a cualquier «común». Nos exigen, por tanto, que las consideremos en su singularidad, en su diferencia, y que, por tanto, las interpretemos con la finalidad de producir un sentido para ellas, pero siempre desde ellas (un sentido inmanente y material). Por ello decimos que nos activan al darnos algo para pensar, pues el acto cognitiva precede al golpe afectivo, a la incertidumbre, a la falla en el reconocimiento, a la duda, a la indeterminación, en fin, porque el acto de pensar es un intento por restituir un sentido perdido a raíz de la paradoja vivida.
****
La exposición organizada por Kessels empuja al espectador hacia dicho estado de ánimo… sin embargo, también es cierto que por momentos nos transmite la sensación de estar frente a un conjunto de «formulas» hechas para lograr la pensatividad. Y en esta sospecha se instala una pregunta fundamental que va más allá de esta exposición y que toca a nuestra vida social, y especialmente al mundo del arte: ¿cuándo experimentamos un auténtico acontecimiento y cuándo, por el contrario, estamos frente a un simple simulacro?