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En la galería L’imaginaire de la Alianza francesa de Miraflores se presenta, hasta este domingo 19 de marzo, la segunda exposición individual de Sergio Fernández. Bajo el título “Mecanismo del paisaje”, la propuesta es una prolongación de las preocupaciones sobre el territorio, sus transformaciones y sus representaciones, que Fernández –fotógrafo y arquitecto– ha mostrado desde sus primeros trabajos. En este caso, sus inquietudes lo han llevado más allá de la fotografía, ubicando su investigación en lo que George Baker llamó, dialogando con Rosalind Krauss y la teoría posmoderna, “el campo expandido de la fotografía”. Esta precisión nos advierte sobre lo que vamos a encontrar en la sala: ausencia de “fotografías” según el punto de vista del sentido común, es decir, fotografías directas; y presencia de lo “fotográfico” en el sentido contemporáneo del término.
De esta manera, las nueve piezas que conforman la exposición no son “fotografía paisajística” –género heredado de la pintura–. Aunque Fernández parte de imágenes fotográficas su objetivo está fuera de ellas. Así, la muestra no pone en juego al paisaje sino a sus mecanismos. Un mecanismo puede entenderse como el proceso operativo desplegado por una “máquina” con el objetivo de producir un efecto que interviene y modifica una dimensión de la realidad. Hay que insistir en este punto: los mecanismos hacen. Son, por ello, instrumentales, pragmáticos, relacionales y contextuales. No representan, producen.
En función de lo dicho, la expresión “mecanismos del paisaje” se puede interpretar de dos formas: por un lado, alude a las operaciones (estéticas, tecnológicas, políticas, etc.) que en un determinado momento de la historia (tanto en China como en Europa) han producido la forma de representación visual a la que llamamos “paisaje”. En este primer sentido, entonces, se refiere a los mecanismos que hacen al paisaje en tanto representación del territorio. Por otro lado, se refiere a las operaciones realizadas por el paisaje. Ya no estamos frente a un problema genético (¿qué operaciones producen al paisaje?) sino ante un problema pragmático. En un segundo sentido, entonces, el proyecto nos invita a reflexionar sobre los efectos que produce el paisaje con lo que no es paisaje.
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Con “Mecanismos del paisaje”, Sergio Fernández pone sobre la mesa al menos tres problemas claves sobre la relación entre territorio y representación. En primer lugar, muestra que el “paisaje” es una forma cultural de representar visualmente al territorio. En segundo lugar, muestra que toda mirada sobre el territorio es una proyección perspectivista, pues está enraizada en el punto de vista (espacial y temporal) de un sujeto; pero, sobre todo, en sus valores culturales. En tercer lugar, muestra que la imagen fotográfica –a pesar de lo que se cree debido a su carácter maquínico: fidelidad, indicialidad, objetividad–, no es una ventana transparente abierta al mundo sino el resultado de un conjunto de procesos constructivos: encuadra la realidad, transforma a su referente a dos dimensiones, abstrae sus rasgos no visuales, excluye su temporalidad, modifica sus valores tonales, reduce sus proporciones, etcétera. La imagen fotográfica no sería un “lenguaje universal” al servicio de una representación neutra e imparcial de la realidad, como sostenía Allan Sekula al hablar de la fotografía como “el mito burgués de la objetividad”, sino un mensaje determinado por una perspectiva atravesada por relaciones de poder. Así, pues, para Fernández, como para Sekula, la superficie fotográfica es el lugar donde se despliegan múltiples batallas en torno a la representación.
Estas tres dimensiones destacan una cuestión teórica ineludible al menos desde la década de 1970. A saber, que toda representación se construye, no solo desde el lado del autor sino también, y sobre todo, desde el lado espectador, como bien señalaron Roland Barthes y Michel Foucault al hablar de la “muerte del autor”. Así, la exhibición muestra que la actividad fotográfica es un trabajo de escritura –realizada en este caso a través de instalaciones fotográficas– que depende de una multiplicad de condiciones históricas y materiales: contexto, referencias, biografía, símbolos, intenciones, creencias, etcétera.
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Este punto –la obra como resultado de la lectura, es decir, del encuentro entre autor y lector– nos permite destacar el carácter relacional de la exposición (en el sentido en que Nicolás Bourriaud utilizó el término en su libro Estética relacional). Las piezas no están ahí para ser contempladas pasivamente como si de objetos rituales se tratase –cargados del valor de culto que le atribuía Walter Benjamín a la obra de arte en la época pre-industrial–, sino para ser manipuladas activamente por los visitantes. En este sentido, el proyecto desfechitiza la obra de arte y lleva la fotografía más allá de su tradicional carácter puramente óptico (en el que tanto insistía John Szarkowski). Incluso se podría decir que la propuesta no está conformada por obras de arte, sino por dispositivos estéticos. Por “obra de arte” se entiende un objeto autónomo, producido a partir de la expresión de la interioridad de un artista (“genio”) sobre una materia/medio específico (pintura, sonido, etcétera), destinado a la contemplación estética de sus valores formales (es más o menos el sentido modernista definido por Clement Greenberg). Por “dispositivo estético” se entiende, en otra dirección, la conjunción de múltiples y heterogéneos elementos, tanto materiales como ideales, ensamblados provisionalmente en un contexto (espacio) para formar un agenciamiento destinado a ejercer un impacto en la subjetividad de los visitantes, quienes ingresan en una dinámica activa con él llegando, incluso, a formar parte de su estructura y a ser imprescindibles para su funcionamiento (es más o menos el sentido que Boris Groys le da a la instalación como forma señera de arte contemporáneo).
En la exposición la piezas propuestas por Fernández poseen/son mecanismos con los que puede/debe entrar en relación el espectador/usuario haciendo efectiva así la experiencia constructiva implícita en la idea de paisaje/representación. Este “entrar en relación” hace del espectador un elemento central en la conformación de los dispositivos estéticos. En sentido estricto –aquí radica uno de los puntos fuertes de la propuesta–, las piezas necesitan onto-genéticamente del visitante: sin este los mecanismos no funcionan, no son capaces de hacer lo que deberían hacer. Por ello, la presencia del sujeto en los dispositivos estéticos no es anecdótica; constituye su principio motor.
Por otra parte, la propuesta posee un carácter lúdico que permite quebrar la solemnidad de la obra de arte tradicional. La interacción con las piezas –conformadas por elementos arquitectónicos propios del universo de las ventanas: cortinas, persianas, marcos, espejos, etcétera– permite que las imágenes aparezcan y desaparezcan, se fragmenten, se oculten detrás de otros elementos materiales, se hagan a un lado para darle lugar a la imagen del espectador reflejada en espejos, en fin, se transformen constantemente. De esta forma, gracias a su carácter relacional y lúdico, la exhibición se hace más próxima al visitante y, por tanto, más inteligible (significativa y valiosa). Me parece importante remarcar este punto porque una de las críticas más recurrentes esgrimidas en contra del arte contemporáneo es su carácter hermético. Las piezas de Fernández se comunican lo suficiente con el espectador como para que este sea capaz de ingresar a un circuito de desciframiento que le permita acceder al ámbito del sentido. Esto, finalmente, hace que la propuesta sea cognitiva y políticamente fértil, pues le otorga al sujeto una posición crítica privilegiada (performativa y reflexiva).
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No obstante, la forma en que están presentadas las piezas –dispuestas alrededor del “cubo blanco” de la galería como si fuesen pinturas– entra en contradicción con su naturaleza como dispositivos estéticos. Fernández y el curador de la muestra (Carlos Caamaño) no han llevado al extremo las implicancias inherentes a la idea de “mecanismo”. No han integrado en la propuesta al espacio expositivo como un elemento fundamental en la constitución del sentido y de la operatividad de los dispositivos estéticos. La sala se mantiene como un contenedor neutro de significados. Asimismo, el artista tampoco nos muestra su proceso de investigación. Debido a la explícita relación entre su profesión (arquitecto), sus anteriores proyectos, el tema de la muestra (mecanismos del paisaje) y su forma (instalación fotográfica), me inclino a pensar que detrás de esta exhibición hay un complejo proceso de investigación. Sin embargo, este ha quedado totalmente excluido. Fernández nos oculta sus propios mecanismos de producción (su fábrica, tanto material e ideológica), dejándonos ver solo sus productos (como en un escaparate). Por tanto, al no tomar en cuenta el espacio expositivo ni permitirnos penetrar en sus mecanismos, pareciera que sus piezas quieren ser re-convertidas en objetos auráticos. O, peor aún, en objetos de decoración o diseño.Finalmente, encuentro una disparidad en la potencia de algunas de las piezas que conforman la exposición. Particularmente fallida me parece la pieza “Territorio / paisaje” conformada por las palabras “territorio” y “paisaje” (caladas en acrílico translúcido) dispuestas en forma de cruz. El problema radica en su literalidad y redundancia: efectivamente sabemos que su propuesta es una reflexión sobre el punto en el que el territorio se convierte en paisaje debido a la aplicación de mecanismos. No era necesario decir lo que las piezas muestran.
Más allá de los aspectos valiosos y criticables, es una exhibición que vale la pena ir a ver pues despliega un uso bastante acertado de uno de los juegos del lenguaje que se despliegan al interior del territorio de la fotografía artística contemporánea.

