En julio de este año, seis muchachos, bajo la dirección de Josué Castañeda, asumieron el reto de poner en escena el conflicto de lo que implica “hacerse hombres”, entretejiendo sus propias vivencias con la ficción, frente a una audiencia de testigos-participantes. Colocaron en juego sus cuerpos e historias en la situación más incómoda para un hombre: expuesto y vulnerable. En esta obra se difuminaron los límites del género y al mismo tiempo se hizo evidente la potencia de los discursos que toman los cuerpos, que moldean y prescriben las rutas de cómo ser un hombre, mostrando a su vez una doble cuestión: el temor de perder dicho estatuto y lo liberador de desprenderse de éste.

¿Qué implica ser hombre? A lo largo de la historia este término se ha usado indistintamente para referirse a la humanidad, agrupando tanto a hombres como a mujeres, evidenciando la clara predilección por uno de los sexos, y el consecuente sometimiento e invisibilización del otro. El feminismo desde el activismo y la producción académica permitió develar la relación entre ambos sexos, sobre todo las relaciones de poder enquistadas en su interior. La mujer como tópica cobró protagonismo. Al preguntarse sobre la feminidad, era inevitable preguntarse también por lo masculino. Por ende, la masculinidad solo se problematizó a partir de los cuestionamientos del feminismo al discutir las relaciones entre los sexos. Daniel del Castillo (2001) indica que debido a la clara situación de desventaja y opresión de la mujer en nuestras sociedades, se ha asumido de forma no reflexionada la condición de los hombres, mostrándose únicamente el rostro del hombre como  dominador, sin quiebres ni fisuras, lo cual ha sido reforzado por los mismos hombres que han pretendido proyectar esta imagen, muchas veces con éxito. De igual manera, Norma Fuller (2001) afirma que la mayoría de investigaciones han cuestionado la legitimidad de la dominación masculina, pero que ésto no implicó una revisión minuciosa de los fundamentos de la masculinidad.

Se asume, por lo general, que ser hombre es un recorrido sencillo, donde son exclusivamente las mujeres quienes tienen que navegar por un mar de confusiones identitarias. Es frecuente escuchar decir que “todos los hombres son iguales”, como si la biología determinara y limitara las posibilidades de tener experiencias distintas. Ser-hombre, por ende, pareciese ser un significante pesado que reduce el abanico de formas de encarnarlo. En este recorrido subrayaré algunas coordenadas para pensar lo que implica ser hombre, aquello que se da por sentado y que la mayoría de los hombres no quiere poner en duda, ya que implicaría colocar en menos sus capacidades y evidenciar su fragilidad. Por ello, muchas de estas experiencias han quedado relegadas en el olvido, o simplemente se evita a toda costa nombrarlas.

Nancy Chodorow (1989) propone que la constitución de la masculinidad implica el rechazo de una feminidadarcaica. Es decir, tomar distancia de un pasado feminizado donde se era uno con la madre. Por ello, como señala Elisabeth Badinter (1993), las respuestas del sujeto se orientan hacia conductas que velan esta feminidad, evitando parecer “mujer”, “homosexual”, o “niño”, este último debido a que sería una figura aún dependiente de una mujer.

En la pubertad, plantea Daniel del Castillo (2001), los hombres se encuentran en un contexto de caos emocional y hormonal, donde el pene se torna un espacio físico e íntimo desde el cual organiza su mundo interno y su relación con el mundo exterior. Por ello, es una etapa de fetichismo fálico, donde es frecuente que el niño-adolescente dibuje casi compulsivamente penes en cualquier superficie, como un impulso afirmativo, delimitando los bordes de un yo abrumado por la irrupción de energías internas caóticas. Acompañado de esto, indica, se comienza a utilizar un lenguaje fálico-agresivo como el te cacho y sus teatralizaciones penetrativas, donde todos se encuentran permanentemente cachándose simbólicamente, decorado por un lenguaje violento y demostraciones de fuerza. Aparece aquella figura en las aulas que teatraliza el acto sexual con sus compañeros y que no corre el riesgo de ser asociado con maricón porque asume un papel de macho agresivo, siendo la categoría de maricón solo aquel que es susceptible de ser penetrado. Lo femenino abyecto de uno mismo, agrega el autor, estaría proyectado en el otro, quien es por lo general el lorna o el maricón de la clase. Esto se debe a que éstos funcionan como recipientes de características que se atribuyen a lo femenino como la debilidad física, la pasividad, la falta de agresividad, la sensibilidad, la delicadeza, etc. De esta manera, si lo femenino está en el otro y no en uno mismo, se sostiene la propia masculinidad.

Norma Fuller (2001) analizó las representaciones de varones acerca de la masculinidad en zonas urbanas del Perú, hallando que la masculinidad se asocia a la sexualidad activa y a la fuerza física, lo cual se condensaría en aquello que se entiende por virilidad, donde a pesar de ser comprendida como una cualidad innata, esta práctica es cuidadosamente vigilada y dirigida. De esta manera, indica la autora, lo femenino, asociado a la sexualidad pasiva y a la suavidad, funcionaría como una frontera simbólica de lo masculino, es decir, como aquello abyecto que presiona y que permite generar los límites, ubicándose la masculinidad entre la ilusión de fijeza y el temor de perderla. Por otro lado, indica Norma Fuller (2001), la hombría también es un aspecto que definiría la masculinidad, ya no como un dato natural, sino como producto cultural, asociado al estatus del hombre responsable, respetable y reconocido por su familia y su grupo de pares. El trabajo, por ende,representaría el capital simbólico, social y productivo que permitiría acceder al reconocimiento de sus pares y asegurar su lugar privilegiado en el hogar, siendo el deporte, el café, el bar y el burdel los espacios donde se consolidan las redes de solidaridad masculina para conservar el sistema de poder masculino. El grupo de pares, en este sentido, delimitarían las conductas admisibles de una masculinidad apropiada, a través de mecanismos de “normalización”, las cuales pueden ser llevadas a cabo a partir del ridículo, el aislamiento e incluso la violencia física.

¿Qué sucede en la actualidad? Se escuchan ecos de una masculinidad en crisis. En las calles se evidencia los intentos desesperados y hasta violentos por conservar dicho estatuto, ya que el perderlo implicaría no solo revelar la propia vulnerabilidad sino también renunciar a los privilegios arbitrarios que se asocian a éste de manera “natural” y “justificada”. Pensar nuevos modos de encarnar la masculinidad implicaría, por ende, una labor de deconstrucción y de cooperación para renunciar a estos privilegios que generan efectos contraproducentes no solo hacia las mujeres sino también a muchos hombres que no encajan con los imperativos de la masculinidad, la cual restringe las diversas maneras de sentir y de existir en el mundo. Una solución posible, que se ha venido utilizado en el marco de la Ciencias Sociales, es pensar en masculinidades y no en una única masculinidad, ya que es indudable la diversidad de formas en la que ésta es incorporada y expresada, excediendo en muchos casos el mismo cuerpo, no siendo algo exclusivo de los sujetos con pene.

Bibliografía:

Badinter, E. (1993) XY. La identidad masculina. Madrid: Alianza Editorial

Chodorow, N. (1989) Feminism and Psychoanalytical Theory. New Haven & London: Vale University Press.

Del Castillo, D. (2001) Los fantasmas de la masculinidad. En: López Santiago et al: Estudios Culturales. Redpara el desarrollo de las ciencias sociales. Lima. p.253-264

Fuller, N. (2001) No uno sino muchos rostros. Identidad masculina en el Perú urbano. En: Mara Viveros, José Olavarría y Norma Fuller, Hombres e identidades de género. Investigaciones desde América Latina, Bogotá, CES – Universidad Nacional de Colombia.