Por José Milmaniene
El arte teatral, configura una forma estéticamente lograda de simbolizar la castración, dado que las escenas dramáticas plantean en su verdad los conflictos más esenciales y rodean los núcleos traumáticos residuales de la historia libidinal, con un placentero borde erógeno, hecho de bellas metáforas poéticas. De modo que las prácticas artísticas posibilitan la resolución sublimatoria de los goces residuales, que a través de su insistencia pulsional repetitiva, horadan la coraza defensiva del Yo y desestabilizan al sujeto.
Así, escribe Badiou (2005:89): “Aferrado desde lo alto a las formas más sofisticadas del debate de ideas, el teatro organiza la energía que proviene de abajo, del pantano de las pulsiones, de todo lo real subjetivo que todavía no ha sido simbolizado”.
El teatro posibilita exponer en la escena, a través de las acciones dramáticas, los profundos conflictos existenciales irresueltos -efectos de los deseos incestuosos reprimidos y los goces repudiados más esenciales- , que siempre pugnan por encontrar canales sintomáticos de expresión, cuando el sujeto carece de eficaces mecanismos sublimatorios de resolución.
No obstante, a pesar de los intentos artísticos de organizar discursivamente las caóticas energías pulsionales, que habitan en las profundidades del Ser, siempre insiste un “resto real” no pasible de simbolización, que perdura como causa de constantes y renovadas producciones creativas. De modo que, más allá del anhelo de la total captación simbólica de los conflictos, siempre habrá de persistir cierta dimensión de lo indecible e irrepresentable, acerca del enigma insoluble del amor y el misterio insondable de la muerte.
El teatro permite, a través de la actuación de los personajes, externalizar y visibilizar, las problemáticas edípicas y los dilemas éticos esenciales, caracterizados por las tensiones entre el deseo y la Ley, entre la culpa y el castigo y entre las “identificaciones imaginarias y las reticencias simbólicas”.
La escenificación teatral, supone ya de por sí, a través de la organización discursiva que propone, la posibilidad de plantear las buenas preguntas, que son las que habilitan la apertura dialéctica de los conflictos inconscientes, que desgarran a la subjetividad.
El planteo dramático, no sólo procura el sutil placer estético, que deriva de la belleza del decir y de las actuaciones significativas, que resaltan y “recortan” con lucidez fragmentos del devenir; sino que también permite meditar sin concesiones, sobre los efectos de las “estructuras relacionales inconscientes”, más allá del contenido de algún enunciado o argumental contingente. Se genera así en el espectador un “pensamiento pensante” que -bajo el modo de la poética del amor, del duelo o del saber- posibilita diversas y múltiples interpretaciones, que impiden la clausura en una totalidad engañosa de sentido, y habilita así el acceso a la fecunda experiencia del evento del lenguaje como fundamento.
La captación de lo escenificado, por parte del espectador, se produce merced al fuerte impacto que genera la articulación de la voz con la gestualidad y los movimientos corporales de los actores, que tejidos en un entramado argumental singular, evocan fragmentariamente las vicisitudes y peripecias traumáticas de las escenas edípicas cruciales.
Entonces, la pérdida de los objetos primordiales de la historia libidinal, nunca poseídos y jamás recuperados, se suple con las representaciones ficcionales, que los encarnan con renovadas imágenes-pensamientos, que permiten elaborar con mayor densidad sublimatoria, el duelo por las ausencias de los objetos deseados, las privaciones y las carencias afectivas y amorosas de la infancia.
Las posibilidades de elaborar los conflictos a través de la ficción, permiten reemplazar así lúdicamente, a las eventuales actuaciones sintomáticas, dado que en las teatralizaciones emergen nuevas e inéditas imágenes-pensamientos, que posibilitan pensar acerca de la falta, sin pretender aspirar a la imposible adecuación sin resto de las palabras a las cosas y del saber a la verdad
Así expresa Badiou (2015:12): “Gracias a él comprendí que el teatro era más un arte de posibilidades que un arte de realizaciones […] Sí, ese arte de hipótesis, de posibilidades, ese temblor del pensamiento ante lo inexplicable, era el teatro en su más pura expresión”.
Se puede entonces acceder al “placer de pensar”, dado que el montaje escénico opera como espacio de “visibilidad iluminada”, de “goces más serenos y de resistencia sublimatoria privilegiada, en épocas en las que imperan los déficits discursivos, las vociferaciones y las compulsiones repetitivas del orden pulsional, que obnubilan la razón.
El teatro, al igual que el cine, exponen los gestos inmemoriales[1] perdidos, y al registrar y dar testimonio estético de su pérdida, hacen posible la reinscripción creativa de la subjetividad, en los nuevos imaginarios culturales.
La acción dramática transcurre en un presente capaz de (re)presentar el pasado -a partir de las repeticiones actuadas ancladas en la memoria– , a la vez que habilita el planteo de opciones posibles para la realización del deseo.
Para lograr este despliegue lúdico-poético, que articula memoria, deseo y proyecto existencial, se requiere de un montaje que marque las discontinuidades y los agujeros en la trama argumental, para posibilitar así las “suturas” inestables de sentido, que en tanto formas conjeturales abiertas, son inherentes a heterogeneidad de los campos simbólicos en juego.
El teatro opera como un dispositivo estético, que nos sitúa placenteramente en la posición de no-saber, y nos permite disolver por ende, la rígida unidad representacional Yoica, asentada en un recurrente monólogo interior, en torno a nuestros monotemas narcisistas. La obra teatral lograda, es aquella que genera en el espectador cierta oscilación entre el “distanciamiento de sí consigo mismo” -con la consiguiente y fugaz discontinuidad de la “identidad narrativa”- ; y la continuidad de las identificaciones emocionales, de modo tal, que se genera un saludable reordenamiento simbólico, inherente a la fecundidad poiética de todo “poder de la representación”.
La modificación subjetiva, que deviene de un evento artístico, se expresa en una renovada capacidad de observación, en un (re)conocimiento de los objetos eróticos que movilizan nuestros deseos, en una mayor conciencia de los fantasmas esenciales que gobiernan nuestras conductas, en suma, en un fructífero proceso de singularización, que permite pensar lo no-pensado y abrir por ende, inéditas posibilidades de cambio.
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[1] Nos referimos al gesto como “expresión significante”, que revela los fantasmas inconscientes más esenciales del sujeto.
*Fragmento del capítulo 2 del libro “El sexo, el amor y la muerte”, Bs.As. Biblos 2016