Tal como lo expresó Freud, el artista intenta recubrir con palabras-objeto el insoportable agujero de la castración. Con su obra busca subjetivar la muerte, resignificando poéticamente el fracaso radical con una estética, la que aunque deja intocado el núcleo abismal de la nada, permite obtener una prima de placer o un plus de goce. Esta relativa ganancia frente a la pura pérdida supone el modo más logrado de situarse existencialmente ante la propia finitud. El cuerpo, en tanto sustancia gozante perecerá, pero las letras diseñarán el recorrido de caminos y puentes discursivos que convocan a los Otros a frecuentarlos, dada la función pacificante que éstos portan. Con las palabras, soldadas eternamente al cuerpo hecho cadáver en el epitafio, el sujeto anhela trascenderse a sí mismo a través de la convocatoria a los Otros por venir, a través de un acto escriturario que a la vez que destituye toda entidad ontológica, recupera algo del ser en una espiritualidad que se encarna en todo destinatario de la escritura póstuma. Se constituye así una cadena transgeneracional, anudada en eslabones significantes, que portan la sabiduría del «buen decir», en tanto éstos son expresión de un hombre que ya sabe de su propia mortalidad, y que supo no retroceder cobardemente frente a ella, en la impostura de la fuga o de la negación. Es decir, se trata de un hombre que asume la inminencia de su propia desaparición con la dignidad de los símbolos proferidos desde un cuerpo doliente, y construye un refugio ilusorio desde el cual el sujeto ya definitivamente abolido se troca en su propia obra, que representa ficcionalmente la metáfora más genuina del inasible «sí mismo». Merced al arte se puede soportar la muerte sin desmentirla, a favor de la erotización fetichista lograda que procura la obra, en tanto los bordes del tajo y la hiancia del corte logran ser suturados con las expresiones imaginarias, que aluden del modo más despojado a la vez que más placentero a ese amo absoluto insuperable: la muerte.
Veamos ahora el epitafio que el poeta chileno Jorge Teillier dejó escrita antes de morir:
«Me despido de una muchacha cuya cara suelo ver en sueños, iluminada por la triste mirada de linterna de trenes que parten bajo la lluvia. Me despido de la nostalgia -la sal y el agua de mis días sin objeto- y me despido de estos poemas: palabras -un poco de aire movido por los labios- palabras para ocultar quizás lo único verdadero: que respiramos y dejamos de respirar.»
El poeta logra así eludir el modo melancólico de enfrentar la muerte, que bajo el modo del silencio desesperanzado suele inundar a la subjetividad en su ocaso, y construye un espacio sublimatorio que aúna en un mismo movimiento la Verdad con la Belleza. Nos recuerda que las palabras nos producen la jubilosa sensación de estar vivos, no sólo por la significación vital que portan, sino básicamente por el gozoso movimiento corporal sobre el que se asientan. Es la materialidad evanescente del aire (Hálito, Ruaj) la que soporta al puro símbolo, y esa doble inflexión -de goce real y de placer significante- es la que procura toda la enorme potencia libidinal del Verbo. Hablar, narrar, decir, contar no sólo supone transmitir algún contenido sino básicamente afirmar que se está vivo, dado que la Verdad anida en la existencia efectiva del cuerpo pulsional, más allá del Saber con el que el Yo intenta dar cuenta de las vicisitudes enigmáticas y misteriosas del vivir.
La vida que el poeta rescata carece pues de sentido, y ésta se configura como el recuerdo nostalgioso de días sin objeto, y de memoria de infinitas pérdidas, al modo de un tren que al partir bajo la lluvia ilumina el rostro de la muchacha de los sueños. Se trata pues de dar testimonio postrero del amor, que no es más que pura nostalgia de un rostro onírico hecho del propio narcisismo proyectado e iluminado por la luz brumosa de un tren que al partir, nos recuerda la dulce y gozosa fugacidad del vivir… Quizás cuando nos invade la certeza de la partida definitiva, podamos entonces evocar las palabras reveladoras del poeta, y algo de luz ilumine esos instantes fugaces de desesperación antes de la oscuridad final…
Fuente: http://www.elsigma.com/lecturas/escritura-y-verdad/48