Pensar en la literatura de Borges para hablar del objeto a en psicoanálisis resulta, a primera vista, una tarea inabarcable, dada la multiplicidad de lecturas y artículos críticos que se han escrito sobre su producción literaria. Jorge Alemán señala que en la producción borgeana está en juego la excentricidad como una “verdadera categoría estética”, que se alcanza a partir de “un objeto imposible”, como la esfera que tiene su centro en todas partes, o el Aleph. Si pensamos la imposibilidad de transcribir y transmitir lo real, nos queda sólo el agujero, el vacío, del que sólo llegamos a “contornear su borde”. La solución de Borges parece pasar por el recurso a la literatura como invención, por lo que podríamos decir que éste es el primer objeto que manipula y produce. Su relación con las otras literaturas y con la literatura argentina y de la América hispana ha sido la de quien sabe que ese objeto era precioso para “contornear” cierto vacío en relación a la historia y al debate del siglo XIX sobre la fundación de la nación, debate que tuvo por eje fundamental el ámbito literario. Centraré mi lectura en un cuento que integra el volumen El Aleph (1949), “El Zahir”.

El Zahir

El cuento está estructurado de manera tal que su introducción se presenta como la descripción de un objeto común: “En Buenos Aires el Zahir es una moneda común, de veinte centavos; marcas de navaja o de cortaplumas rayan las letras NT y el número dos; 1929 es la fecha grabada en el anverso”[2]. Sin embargo, antes de culminar el primer párrafo sabemos que este objeto es el causante de que el protagonista afirme que al menos “parcialmente” sigue siendo Borges.
Esta moneda llega a sus manos tras asistir al velorio de un amor de juventud, Teodelina Villar, famosa modelo de los años 30, multifacética y cambiante en su estilo e imagen. “Teodelina Villar fue mágicamente la que fue hace veinte años” y el narrador se permite afirmar que pensó: “ninguna versión de esa cara que tanto me inquietó será tan memorable como ésta: conviene que sea la última, ya que pudo ser la primera. (…) Rígida entre las flores la dejé, perfeccionando su desdén por la muerte”.
A la salida, entra en un almacén de Chile y Tacuarí donde tres hombres jugaban al truco, toma una caña, la paga y de vuelto le dan la moneda. Después de mirarla, “(…) sale(í) a la calle, tal vez con un principio de fiebre”. Este es quizás el primer efecto que el encuentro con el Zahir provoca en el cuerpo del protagonista.
Para contrarrestar el estado febril surge de inmediato el pensamiento que desplaza el objeto Zahir que se revela circular que lo lleva irremediablemente al punto de partida. A fin de abstraerse del influjo de la moneda decide salir del barrio sur y se dice “una moneda simboliza nuestro libre albedrío”. Pensamientos que, sin embargo, no resultan suficientes para olvidar el Zahir. Tampoco el sueño le sirve, porque cuando duerme sueña que él mismo es “las monedas que custodiaba un grifo”.
Ante las posibilidades de qué hacer con la moneda, piensa en enterrarla en el jardín, o en esconderla en la biblioteca, pero se decanta por perderla, para lo cual repite la acción de tomarse una caña y paga con ella entrecerrando los ojos “detrás de los cristales ahumados” para no ver ni recordar ningún detalle que pudiera evocar el lugar de la pérdida. Al mismo tiempo que la “pierde” se aboca a la escritura de un cuento fantástico que “encierra un par de perífrasis enigmáticas”, escrito en primera persona que relata la historia de un tesoro de los Nibelungos custodiado por una serpiente.
Si bien podemos observar que el sueño y el relato de ficción tratan del mismo tema, son las perífrasis las que permiten que el cuento se torne en apariencia un velo más eficaz ante el recuerdo. Seguro de la protección que le ha otorgado la ficción, se lanza a recordar la moneda y cae nuevamente bajo su influjo.
Tras asistir a un psiquiatra, al que le manifiesta otro de sus efectos en el cuerpo, el insomnio, encuentra en una librería un libro del año 1899 (año del nacimiento de Borges) que le permite saber más cosas del Zahir y sin duda de lo que a él mismo le ocurre. Se trata de un ejemplar de Urkunden zur Geschichte der Zahirsagede Julius Barlach, es decir, Actas, Escrituras sobre la historia del Zahir. En ellas, el protagonista se encuentra con lo más particular y con lo más universal, ya que cuentan los efectos del zahir en otras personas a lo largo de la historia, resonando en imágenes diferentes: un tigre, un ciego, un astrolabio, una brújula, una veta de mármol, el fondo de un pozo. En este libro se cuenta además que la creencia en la moneda es islámica y data del siglo XVIII. Zahir, en árabe, quiere decir notorio, visible y es por eso, uno de los noventa y nueve nombres de Dios. El libro contiene además un verso del Asrar Nama (Libro de cosas que se ignoran): “el Zahir es la sombra de la rosa y la rasgadura del velo”.
Luce López-Baralt comenta en un trabajo sobre este cuento que el término árabe Zahir proviene de la raíz trilítera z-h-r que como todo vocablo árabe admite numerosos sentidos entre los que añade al aportado por Borges: “parte posterior, reverso, haz, envés, memoria, ojo, mirador, lugar desde donde se ve, etc.”[3] Por otro lado señala que el nombre mismo de Teodelina es una combinación entre Teo que refiere a Dios y delina (del griego delo) aclarar, hacer visible. Este abanico de sentidos que se abren a partir de la palabra Zahir resulta de sumo interés para nuestra lectura.
Pero, ¿qué le pasa al narrador con la muerte de Teodelina? No nos dice nada de su dolor, sólo que estuvo enamorado de ella y que su imagen, la primera o la última (¿muerta?), permanece en su recuerdo. Parece que lo que está elidido aquí es el duelo, porque el narrador aísla en un párrafo la pequeña historia de Teodelina y de inmediato conecta con la perturbación que le causa el Zahir. Por eso, me resulta inevitable introducir en este punto algo de lo que dice Lacan en relación al duelo en el Seminario La Angustia (página 155): ”Sólo estamos en duelo de alguien de quien podemos decir Yo era su falta”, es decir que el sujeto da al ser amado aquello que no tiene, de lo que está en falta, le otorga su falta en ser, y el ser amado la coloca en el lugar de su propia falta, en el lugar del objeto (a). Podemos entender el juego de equivalencias, sustituciones, perífrasis y hasta el oxímoron, con que juega el protagonista ya que se presentan como recursos literarios o estrategias en pos de encontrar algo que complete ese agujero al que se ve confrontado. Ahora bien, a nuestro protagonista el tiempo no lo ayuda, ya que si con él los recuerdos se atenúan, el del Zahir se fortalece hasta conformar una imagen simultánea de las dos caras de la moneda, “como si la visión fuera esférica y el Zahir campeara en el centro”.  

¿De qué objeto se trata?

La complejidad del cuento hace difícil dar una respuesta sobre este punto.
La distinción entre los objetos comunes, de tipo especular y otro tipo de objetos, cargados pulsionalmente, y que no son orientables, (Jacques-Alain Miller: Introducción al Seminario de La Angustia[4]), nos acerca a las claves que podemos encontrar en el sueño y en el final del cuento. Parece que soñar que él mismo es una moneda lo lleva a poner en duda lo que realmente es, Borges o Zahir. El narrador mismo vaticina que antes de 1948 no sabrá quién fue Borges. El final del cuento nos permite retomar algo de lo que ha quedado suspendido cuando despierta del sueño: “Según la doctrina idealista los verbos vivir y soñar son sinónimos: de miles de apariencias pasaré a una; de un sueño muy complejo a uno simple. Otros soñarán que estoy loco y yo con el Zahir. Cuando todos los hombres de la tierra piensen, día y noche, en el Zahir, ¿cuál será un sueño y cuál una realidad, la tierra o el Zahir?”

Para explicar el carácter omnivoyeur del mundo, Lacan remite al sueño de Chuang-tzú,[5] quien soñó que era una mariposa y que al despertar dudó de si no era en realidad la mariposa la que soñó que era Chuang-tzú. Borges narrador recoge su sueño de ser las monedas que custodiaba un grifo, pero al despertar, a diferencia de Chuang-tzú decide que había estado ebrio y, desplaza la duda sobre si él mismo es la moneda o no al final del texto, cuando se le revela que posiblemente del otro lado de la moneda esté Dios. Dice Lacan en el Seminario 11: “El ojo y la mirada, ésa es para nosotros la esquizia en la cual se manifiesta la pulsión a nivel del campo escópico”[6]. No debemos olvidar que el punto álgido de extrañamiento del narrador es precisamente ver el anverso y el reverso a la vez, una visión esférica que tiene por centro el Zahir, visión que hace que el recuerdo de Teodelina y su dolor se alejen. A partir de este momento, el narrador buscará universalizar esa pérdida para matizarla y es quizás en ese sentido que debemos leer la referencia a Julita, como primera víctima del influjo enloquecedor de Teodelina, momento indefectible de la rasgadura del velo. El relato adquiere, entonces, un ritmo que empuja de forma decidida hasta su frase final: “Quizá yo acabe por gastar el Zahir a fuerza de pensarlo y de repensarlo: quizás detrás de la moneda esté Dios”.    

 

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[1] Extracción del trabajo presentado en El Espacio de La Escuela de la Sede de Madrid de la ELP, “Los objetos a en la experiencia analítica”, publicado íntegramente en el Blog de la AMP con fecha 7 de julio de 2007.

[2] Borges, Jorge Luis, “El Zahir” en Obras Completas, Tomo I, Buenos Aires Emecé, 1989, Buenos Aires. Todas las citas remiten a esta edición.  

[3] López-Baralt, Luce, “Borges o la mística del silencio: Lo que había del otro lado del Zahir”, en Jorge Luis Borges, Pensamiento y saber en el siglo XX. Alfonso de Toro y Fernando de Toro eds., Vervuert Iberoamericana, 1999, pág. 30.

[4] Miller, Jacques-Alain. La angustia: Introducción al Seminario X de Jacques Lacan, ed. Gredos, Madrid, 2007, pág. 112 : El esquema óptico nos da la respuesta, porque el espejo, señala Miller, “funciona como un velo, que impide al sujeto en condiciones normales, ver el objeto aminúscula. Si hacemos pivotar este espejo, aparece como una barrera que separa el objeto a del objeto normal. Según se mantenga esta barrera, hay dos estados posibles: si el objeto a permanece en su sitio [i (-) a], no hay desorden, confusión; si hay franqueamiento [i (+) a] entonces, se produce perturbación, desorden, desorden, confusión.»  

[5] Lacan, Jacques, Seminario 11, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Paidós, 1987, pág. 83.   [6] Ibid., pág. 80-81.