Resumen
¿Qué significa recordar? ¿Qué significa olvidar? En este ensayo, reflexionamos acerca de los complejos nexos entre memoria, historia, narrativa y sujeto. Por un lado, pensamos la aporía de la condición histórica desde Ricoeur, Castoriadis y el psicoanálisis; y, por otro lado, damos cabida a que la literatura y el drama de la enfermedad de Alzheimer nos permitan elucidar algo de nuestras vicisitudes como seres en el tiempo. En este sentido, nos interesa resituar el pasado tanto en coordenadas éticas, políticas, psíquicas y corporales.
Quizá una de las formas verbales más interesantes del español sea lo que en la gramática tradicional se llama ‘futuro anterior’: “yo habré sido”. Esta conjugación muestra cómo aquello que llamamos pasado no supone un momento que “realmente existió” sino más bien un momento que nos adviene como un flujo aprehensible e inaprensible a un mismo tiempo. Mi experiencia del pasado adviene desde un momento que existió y ya no existe más. Se trata de un acto performativo y no. Performativo en tanto es el acto de habla el que produce la temporalidad a la que nos referimos. Sin embargo, no es performativo en tanto la temporalidad (pasada) a la que aludimos tuvo lugar en nuestra experiencia del mundo de la vida. El pasado en tanto otredad, en tanto lo no dado a la inmediatez del presente adviene. No es una facticidad que se encuentre antes de nuestra enunciación solamente sino que en nuestra enunciación de dicho pasado, de tal otredad, anterioridad, somos.
En este sentido, la compleja relación entre memoria e historia tiene que ver con el estatuto de otredad del pasado y en el pasado. Estas dos formas de representar el pasado están marcadas por la empresa de traer a la presencia –del discurso- lo ausente. Como señala Ricoeur (1998), el pasado no es pero ha sido, es decir, tanto la desaparición como su existencia en un momento anterior a nuestro relato de él lo constituyen. Sabemos que existió, que tuvo lugar pero ya no disponemos de los deseos, las representaciones o los acontecimientos que se suscitaron “tal como” en ese momento. Los sujetos que ahora somos no somos idénticos con lo que sucedió… ¿o quizás sí? En todo caso, ¿cómo saberlo, si ya no estamos en aquel momento en que fuimos eso?
No es posible, así, aprehender plenamente las significaciones signadas en los momentos pasados. Ni la memoria ni la disciplina histórica pueden o podrán hacer “realmente” legible el pasado. Entonces, se dirá, ¿vale la pena esforzarse por tener alguna idea clara del pasado? Si lo pasado, pasado está, no existe, ¿por qué mejor no concentrarse únicamente en las vivencias presentes o en proyectarse hacia el futuro? ¿De qué sirve saber de las cosas “terribles” o “bellas” que me han sucedido, que les han ocurrido a mis allegados o a la gente de la sociedad en la que vivo?
Sin duda, estas son algunas de las preguntas que muchos se efectúan en las últimas décadas en varias partes del mundo, sobre todo, en aquellos lugares que han vivido experiencias de frustración frente al imaginario del progreso, asociados con ciertas lecturas de la nación, el Estado y la modernidad. Lo curioso de esa clase de preguntas es que ya suponen una determinada representación e interpretación del pasado. Porque, al final de cuentas, el pasado no está aquí y ahora con nosotros, permanecen ciertos vestigios de su anterior existencia. Qué se recuerda o qué se olvida individual o colectivamente, sobre qué aspectos del pasado se producen investigaciones históricas: todo esto está condicionado por las significaciones sociales, en las relaciones de poder en las que nos inscribimos en tanto sujetos.
El problema de tales preguntas es que traen una carga utilitarista que reduce el problema al esquematismo del cálculo de costos y beneficios. Las representaciones del pasado –o de cualquier otra cosa- no tendrían que producirse para generar algún beneficio que reduzca los perjuicios de los sujetos. Las representaciones del tiempo se producen movilizadas por los complejos entramados de discurso, deseo y poder en los que se sitúan los sujetos. Bien puede tenerse una representación del pasado propio en el que el yo o el nosotros tan solo aparecen como víctimas a lo largo de una historia en la que el propio deseo es aplazado siempre por factores externos. Probablemente, este tipo de representación proporcione al sujeto una versión de su pasado que lo instala en lo que Freud dio en llamar “placer en el displacer” y Lacan denominara jouissance. No se trata, así, de que la economía libidinal funcione como lo describen los utilitaristas.
Por ejemplo, casi todos los Estados-nación en América Latina han producido una narrativa del cercenamiento del cuerpo-territorio nacional en relación con el establecimiento histórico de las fronteras. Así, Perú ha señalado en la pedagogía histórica del siglo XX que desde la existencia del virreinato del Perú en el siglo XVI, cuando supuestamente el territorio de la nación ocupaba toda América del Sur, hasta la reciente guerra con el Ecuador en la década de 1990 y los actuales asuntos fronterizos con Chile, el “cuerpo de la nación” ha sido mutilado cruelmente por los países fronterizos solo por su salvaje ambición de “nuestros riquísimos” recursos naturales. De este modo, se inventa de manera clara y distinta una comunidad nacional que partió de un origen casi glorioso –en términos del espacio geográfico- pero cuyo goce primigenio fue poco a poco robado por los otros. De hecho, esta narrativa histórica ha sido promovida por cierta historiografía oficial que se ha difundido desde la escuela y que está instalada en las memorias colectivas. Tal representación nacional se inscribe en un discurso de la autovictimización que pretende deshistorizar y despolitizar los conflictos sociales y económicos de la historia peruana. Pero esta despolitización victimizante del pasado nacional genera finalmente un placer en el displacer que bien puede ser de provecho para el poder.
Entonces, ¿lo que la memoria y la historia aportan son tan solo una serie de mentiras para dar algún falso sustento a nuestra existencia? Tanto la memoria y la historia tienen un compromiso con la verdad que funciona de formas distintas. Pero ninguna se puede inscribir fuera del universo del lenguaje y del discurso. Si hay algún tipo de verdad en ellas, dicha verdad –de acuerdo con Lacan- tendrá una estructura de ficción. Lo que no quiere decir que el relato mnemónico o el relato historiográfico sean falsos o verdaderos necesariamente. En el caso de la memoria –sostiene Ricoeur (2004: 189-236)- el problema tiene que ver con su fiabilidad. ¿En qué medida los recuerdos producidos por la memoria viva no estarán atravesados por imágenes que pertenecen a la capacidad de fantasía de los seres humanos? ¿Cuándo acabará lo real y comenzará lo irreal en las narraciones de la memoria? Ricoeur señala que en la forma del discurso del testimonio, el sujeto enuncia bajo cierta fidelidad a la realidad de los acontecimientos. El relato testimonial se fundaría en tres enunciados subyacentes: 1) “Yo estuve allí”; 2) “Créeme”; y 3) “Si no me crees, puedes preguntarle a otro.” Este tipo de enunciación construye una autoridad discursiva inicial en la que se propone como la versión más acertada para conocer tal evento. ¿Pero el testigo puede acaso aprehender ahora aquello que ya no existe? ¿Podrá representar el lenguaje aquello que no es posible simbolizar? ¿Podremos tener acceso a ese pasado tal como ocurrió? ¿De qué manera están comprometidos el deseo y las relaciones de poder del sujeto? ¿Qué imagen quiere mostrarnos de sí y de los demás? ¿Con qué propósitos? ¿En qué medida los conflictos que el sujeto tiene con los propios recuerdos de su pasado no perturbarán el relato? ¿De qué manera interfieren los miedos en la narración testimonial? Más aún, ¿de qué forma los recuerdos de los sujetos, sus imágenes del pasado, están atravesadas por la voluntad de memoria de la que el poder dominante se vale para pretender manipular la imaginación y las representaciones personales o compartidas?
Pareciera, pues, que la memoria se haya entrampada por un sesgo “subjetivo”, que no puede captar objetivamente la realidad. Tanto los recuerdos, las rememoraciones como las conmemoraciones aparecen, pues, bajo el manto de la sospecha. ¿Cómo creer en los monumentos de los héroes nacionales colocados en plazas o avenidas, o en los rituales de canto de los himnos nacionales para rememorar el proceso de emancipación de la “patria”, si es que todas estas manifestaciones de la memoria están atravesadas por una voluntad de saber instalada desde los dispositivos de poder social? Asimismo, cabría la pena preguntarse si aquellas memorias oprimidas en la historia serán más ciertas que las producidas y reproducidas por el poder. Las memorias subalternas, ¿serán “verdaderas” por el hecho de haber sufrido la dinámica de la explotación y la subordinación? ¿Hasta qué punto las memorias de la subalternidad no necesitarán también emanciparse? ¿Tendrá que haber acaso un centro regulador de las múltiples memorias sociales o es que la diversidad mnemónica tiene que ser celebrada por sí misma?
Frente a las suspicacias levantadas con la(s) memoria(s), emerge el discurso historiográfico. Ricoeur (2004: 307-370) ha señalado que la disciplina histórica ha construido su autoridad de verdad como ciencia a través de lo que él denomina la operación historiográfica. Esta constaría de tres fases metodológicas (no cronológicas): la fase documental, la fase explicativo-comprensiva y la fase representativa. En la primera, el historiador confronta diversos testimonios y documentos para tratar de establecer la información que le pueda ser útil a sus propósitos investigativos. Aquí el historiador se aproxima a la memoria y al archivo para entender la realidad concreta. En la segunda fase, el historiador tratará de responder a las preguntas por la causalidad para dilucidar su visión del pasado. La idea es establecer relaciones entre las representaciones históricas que aparecen dispersas con el objetivo de proporcionar alguna respuesta provisoria sobre por qué se producen tales o cuales alteraciones en los vínculos y las identidades sociales en el tiempo. En la fase representativa, el historiador se enfrenta con el momento de la escrituralidad o literariedad de la operación histórica: se trata de representar el pasado por medio de recursos narrativos, retóricos e imaginativos específicos que permitan crear “efectos de verdad” en los lectores. Así, la verdad historiográfica solo emergerá en cuanto se produzcan las tres fases operativas. Pero la operación historiográfica está atravesada también por un carácter representacional, que, aunque comprometida con el método científico para producir certezas, genera -al final de cuentas- representaciones del pasado en las que el imaginario del presente puede intervenir. En ese sentido, ¿en cierto modo la operación historiográfica no estaría construyendo o aportando en el proceso de construcción de una(s) memoria(s) colectiva(s)? Y ¿no retornamos así al mismo problema irresuelto en relación con la memoria solo que ahora desde otro sitio epistemológico? ¿Acaso tras una misma operación historiográfica no se llegan a producir diferentes historiografías? ¿En dónde reside entonces el “verdadero pasado”: en la memoria o en la historiografía? O en todo caso ¿en qué memoria(s) o en qué historiografía(s)? ¿No es posible fiarse ya solo del conocimiento histórico para aprehender el pasado de manera legible? ¿Qué deja atrás la memoria que la historiografía sí incluye? O al revés ¿qué excluye la historia que la memoria sí nos dice?
En este punto, Paul Ricoeur (2004: 307-370) sostiene que esta aporía con respecto a las representaciones del pasado no constituye sino la positividad de la condición misma del ser histórico. El pasado se sitúa entre el “haber sido” y el “ya no ser”. Este antagonismo en el que se haya inscrito el pasado es constitutivo de su naturaleza y, como tal, es irreductible a cualquier intento de representación que lo pueda clausurar. Castoriadis (1989) ha señalado al respecto que nuestra relación con lo sociohistórico tiene que ver con la relación con la alteridad. Según él, es imposible “explicar” los acontecimientos sociales que se producen en la historia, en tanto no podemos encontrar una causa o causas que los determinen en última instancia. En ese sentido, lo único a lo que se puede llegar es a una dilucidación que nos permita generar una mejor comprensión de los hechos. Así, es imposible que lleguemos a saber con total confianza cuál fue, por ejemplo, la causa o causas que permitieron la irrupción de la revolución francesa en la historia europea. Pero tampoco será posible producir una narrativa histórica totalmente coherente sobre la derrota de dicha revolución. Por más esfuerzos que hagamos para comprender, las significaciones sociales, los sentidos comunes, que circulaban en ese momento no los podemos rescatar ya en el presente. Sabemos que existieron (¿realmente lo sabremos?) pero lo que nos queda ahora son huellas de esos otros a las que nos asomamos para tratar de proporcionarle un sentido. En este horizonte, el pasado es y no es inventado a un mismo tiempo. De hecho, la verdad no parece estar ni en la visión positivista ni en la posmoderna: no es posible tener acceso directo a los acontecimientos del pasado como ya hechos con independencia de nuestra narración; pero tampoco es que el pasado exista simplemente como un mero subproducto de la discursividad. El pasado es construido desde el discurso, pero este es también movido por las huellas dejadas por dicho pasado.
Aquí cabe recordar la frase de Freud que Lacan cita con respecto a la ética del psicoanálisis: “Wo es war, soll ich werden.” “Allí donde ello era (o estaba), yo debo advenir.” La inscripción del sujeto en el orden simbólico depende de la desaparición y de la existencia de aquello que tuvo lugar antes de sí. La existencia presente del sujeto no es tal en tanto no hay una resignificación de lo pasado. En el presente ya tan solo queda su huella, la patencia de su ausencia frente a la que el sujeto se posiciona, frente a la cual emerge. El sujeto emerge haciendo emerger en su discurso al pasado en tanto otredad no totalizable. Esto comporta que la temporalidad no se inscribe en una lógica de la repetición sino en la de la reinscripción de los eventos (recordados/imaginados) en la enunciación y experiencia del sujeto.
En el trabajo de la memoria y de la historia, hallamos la persistencia de lo unitario, de lo coherente, de lo consistente. La memoria es una desesperada persistencia por no desmoronarnos ante el abismo del olvido pero también ante el horror de la rememoración sin fin. Deseamos recordar y ser recordados, pero también deseamos olvidar y aun ser olvidados. Desarrollemos esta reflexión a partir de dos casos opuestos: el cuento “Funes el memorioso” de Jorge Luis Borges y la enfermedad de Alzheimer.
En el cuento de Borges, Irineo Funes se confronta con lo real en su más radical heterogeneidad: él recuerda cada rasgo por más minúsculo que sea, de cualquier situación; más aún, lo recuerda desde la diversidad de percepciones en que pudo experimentar dicha situación. Por esta razón, a Funes le parece intolerable que un objeto reciba el mismo nombre a pesar del paso del tiempo y a pesar del cambio de perspectiva en que se aborde el objeto. Para Funes, por ejemplo, una mesa no debería llamarse mesa sino que las diferentes partes que componen esas diferentes realidades que llamamos “mesa” deberían cada una tener un nombre específico pero esos nombres tendrían que ser distintos en este momento, dentro de dos horas, dos años o un siglo, o si los miro con luz o en oscuridad, o si los miro solo o acompañado, o si los huelo, los oigo, los palpo… Frente a ello el narrador-personaje del relato acota que Funes estaba imposibilitado de pensar pues “pensar es olvidar las diferencias, es generalizar, abstraer”. Podríamos agregar incluso que Funes no solo no podía pensar sino que no podía hablar ni moverse; de hecho, desde que Funes sufrió el accidente por el que quedó tullido y extremadamente memorioso, ya no se levantaba de su cama y vivía a oscuras. Para recordar lo vivido en un día Funes se demoraba un día entero. En el caso de Funes se puede alegar que él estaba paralizado porque nada llegaba a convertirse en pasado en sentido estricto. Si lo pasado queda presente de manera intacta en nuestra memoria no es pasado; peor aún, ni siquiera es presente, puesto que la cualidad por excelencia del presente es su fijeza momentánea (tal como lo recalca Octavio Paz en El mono gramático), su endeble firmeza que al rato se devasta, una sucesión de instantes que tan rápido fugan… En Funes, este pasado que no pasa no habilita al sujeto siquiera para el futuro puesto que no permite que emerja algo nuevo desde lo cual crear y (re)crearse.
En el caso del Alzheimer, el sujeto se confronta con la desintegración de la persistencia de la memoria. La labilidad y la inconsistencia van ganando terreno a medida que la enfermedad deteriora a la persona. Pero, al mismo tiempo, hay una suerte de inconsistencia consistente. De pronto, el olvido opera permitiéndole al sujeto reelaborar su narrativa existencial permanentemente pero sin garantizar sosiego (aunque todo depende de la fase de la enfermedad). Ocurre algo semejante a La historia interminable, de Michael Ende: la nada avanza para devorarse la fantasía (que no solo es el sustento de nuestra subjetividad sino de aquello que denominamos la realidad). Entonces, en el Alzheimer podría tener lugar un doble proceso: el alguien que somos y nos habita desea ser olvidado por algo dentro de nosotros pero al mismo tiempo ese alguien –cada vez más languideciente- persiste en su ser. Hasta cierto punto el Alzheimer es una respuesta (inconsciente) por olvidar aquello que insiste como una permanencia incesante y tormentosa en la existencia de las personas, repetición que al mismo tiempo constituye el soporte mismo de lo que habíamos venido siendo. El problema crucial es que el costo de este ‘ansiado’ olvido es la desintegración del propio sujeto.. Si otredad y unidad (tal como lo sugiere Roberto Juarroz en su Tercera poesía vertical) son condiciones incurables del sujeto que conviven de forma tensa, contenciosa y paradójica, entonces el Alzheimer se podría considerar como un extraño proceso de ‘autonomización de la otredad respecto de lo uno (como si lo puramente otro pudiera existir con prescindencia plena de la unidad)
Tanto en el caso de “Funes el memorioso” como en el del Alzheimer la persistencia de la memoria o su desintegración tienen efectos en el cuerpo. Sin duda no podría ser de otro modo: lenguaje, inconsciente y cuerpo están inextricablemente anudados a esa (¿necesaria?) ilusión de unidad narrativa y temporal que sostiene al sujeto. Sea por no poder olvidar o por no poder recordar, en ambas circunstancias la discontinuidad abruma tanto al sujeto que lo lleva al borde de su supresión corporal y social. Ahora bien, en el caso del Alzheimer ocurre lo inverso de Funes: las diferencias se olvidan demasiado: la mujer que antes era vista como la esposa, tiempo después puede ser vista como la madre, la hermana, la hija y finalmente llega a ser desconocida. En el caso de Funes estamos ante el infierno de lo diferente; y, en el del Alzheimer, ante el infierno de lo igual y, luego, nada. Pero ¿cuál será, entonces, el “justo medio” entre recordar y olvidar”? De lo que se trata tal vez es que nunca se está con justeza en el medio. Deseamos un nombre propio pero también deseamos el anonimato. Esa es la lábil condición temporal del ser humano: estar y ser entre el nombre propio y el anonimato, entre luchar contra el tiempo que todo lo devora y buscar ser devorados por el tiempo. Esto depende y no depende de las individualidades que creemos ser. Algo de nuestras singularidades subjetivas está en los otros y algo de las singularidades de los otros sujetos está en nosotros, de modo tal que cuando alguien muere algo muere de nosotros y cuando morimos algo queda de nosotros en otros. Pero ¿qué?
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Castoriadis, Cornelius (1989). La institución imaginaria de la sociedad 2. Barcelona: Tusquets.
Ricoeur, Paul (2004). La memoria, la historia, el olvido. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
——– (1998) “Definición de la memoria desde un punto de vista filosófico.” ¿Por qué recordar? Foro internacional Memoria e historia. UNESCO, 25 de marzo-La Sorbonne, 26 de marzo. Buenos Aires: Granica: 24-28
